Finalizaba una jornada de lo más tranquila. «Aquí no se muere ni
Cristo», pensó, mientras se sacaba del bolsillo la notita con la lista ordenada
de nombres y direcciones. Comprobó que no se había equivocado de calle y de
número antes de atravesar la puerta de entrada. Parecía que el desafortunado
tenía compañía y el protocolo establecía que en tal caso nada de apariciones
estelares que llamasen la atención de testigos.
—Jijijijiji –una risa pícara provenía del piso de arriba.
—Jijijijiji. Jijijijiji –volvió a escuchar.
—¿Qué coño pasa aquí? –se preguntó.
Se escuchaban pasos y carreritas cortas, como si dos niños jugaran al
escondite.
Subió sigilosamente las escaleras y atravesó la puerta de donde salía
el escándalo. Decidió mantenerse invisible y esperar el momento idóneo para
actuar.
Un viejo permanecía recostado sobre el colchón de una amplia cama de
matrimonio. Daba palmaditas y movía las piernas nerviosamente, desprovistas de
pantalón alguno, aunque vestía unos calzones ridículos por los que se
entreveían lateralmente sus gónadas.
—Vamos, guapa, que no tengo toda la noche –se impacientaba el viejo–. Además
–gritó–, las pastillitas están empezando a hacerme efecto. Jijijijiji.
El visitante, picado por la curiosidad, avanzó por la estancia hasta
tomar asiento en un cómodo sillón junto al escritorio. Apoyó la guadaña contra
una esquina y se cruzó de piernas. Desde tan cerca comenzaba a resultar obsceno
el bulto que se disparaba bajo los calzones del hombre.
—¿Es para hoy? –el viejo rabiaba con inocencia.
Entonces, a un paso de donde el visitante se había acomodado, se abrió la
puerta del cuarto de baño. Hizo aparición una mujer rubia vestida con un
elegante conjunto de ropa interior rosáceo y transparente, deteniéndose poco
después y apoyándose en el marco de la puerta para que el viejo la mirase.
Debía de tener a lo poco cuarenta años menos y aquel conjunto le sentaba de
fábula. Era toda una diosa mirando lascivamente a quien podría ser su abuelo.
La mujer preguntó qué tal le quedaba y aguardó una respuesta.
—Por los clavos de Cristo –babeó el viejo–. Sólo mirarte tiene que ser
pecado capital. Jijijijiji.
Convencida, la mujer dio unos pasos hacia el pie de la cama, rozando
incluso la túnica del visitante, impregnándole su olor.
—Joder –pensó éste, a punto de preguntar si era rubia natural–. Encima
huele a hembra de las de verdad.
Esa hembra trepó a la cama y gateó hacia el hombre con insinuación. El
viejo prlongó sus risitas y sus frases cortas, pero pronto halló mejor
entretenimiento.
«Es la hora», pensó el visitante. «Es evidente que será un infarto en
pleno acto». Esperó la ocasión y, cuidadoso, se acercó a la mesilla y asió la
botella de whisky a medio terminar. En un vaso prácticamente vacío, dejó caer
dos esferas de hielo medio derretido de la hielera que acompañaba la botella.
Se sirvió y agitó los hielos describiendo círculos, con el mínimo ruido, mientras
la pareja se deshacía de la ropa e iniciaba la
función.
Se sentó de nuevo y observó dando pequeños sorbos. La mujer gritaba y
el viejo parecía tomar las riendas por momentos. «Manda huevos», pensó. Y la
mujer gritaba más y más hasta la extenuación. Terminó su copa con el alarido
final en el que la pareja cayó rendida, cada cuerpo a un lado de la cama.
Pero el viejo seguía respirando. Con dificultades, pero respiraba,
inflando el pecho y luego desinflándolo. «Bien, hasta aquí», pensó el
visitante. Se irguió y comprobó que el whisky le había empezado a surtir
efecto. Dejó el vaso en la mesilla, cogió la guadaña, rodeó la cama, echó un último
vistazo a la pareja y atravesó la puerta, no sin antes murmurar, en una voz
casi audible:
—Lo dejo. Dimito.
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