4 abr 2013

El visitante

Finalizaba una jornada de lo más tranquila. «Aquí no se muere ni Cristo», pensó, mientras se sacaba del bolsillo la notita con la lista ordenada de nombres y direcciones. Comprobó que no se había equivocado de calle y de número antes de atravesar la puerta de entrada. Parecía que el desafortunado tenía compañía y el protocolo establecía que en tal caso nada de apariciones estelares que llamasen la atención de testigos.
—Jijijijiji –una risa pícara provenía del piso de arriba.
—Jijijijiji. Jijijijiji –volvió a escuchar.
—¿Qué coño pasa aquí? –se preguntó.
Se escuchaban pasos y carreritas cortas, como si dos niños jugaran al escondite.
Subió sigilosamente las escaleras y atravesó la puerta de donde salía el escándalo. Decidió mantenerse invisible y esperar el momento idóneo para actuar.
Un viejo permanecía recostado sobre el colchón de una amplia cama de matrimonio. Daba palmaditas y movía las piernas nerviosamente, desprovistas de pantalón alguno, aunque vestía unos calzones ridículos por los que se entreveían lateralmente sus gónadas.
—Vamos, guapa, que no tengo toda la noche –se impacientaba el viejo–. Además –gritó–, las pastillitas están empezando a hacerme efecto. Jijijijiji.
El visitante, picado por la curiosidad, avanzó por la estancia hasta tomar asiento en un cómodo sillón junto al escritorio. Apoyó la guadaña contra una esquina y se cruzó de piernas. Desde tan cerca comenzaba a resultar obsceno el bulto que se disparaba bajo los calzones del hombre.
—¿Es para hoy? –el viejo rabiaba con inocencia.
Entonces, a un paso de donde el visitante se había acomodado, se abrió la puerta del cuarto de baño. Hizo aparición una mujer rubia vestida con un elegante conjunto de ropa interior rosáceo y transparente, deteniéndose poco después y apoyándose en el marco de la puerta para que el viejo la mirase. Debía de tener a lo poco cuarenta años menos y aquel conjunto le sentaba de fábula. Era toda una diosa mirando lascivamente a quien podría ser su abuelo.
La mujer preguntó qué tal le quedaba y aguardó una respuesta.
—Por los clavos de Cristo –babeó el viejo–. Sólo mirarte tiene que ser pecado capital. Jijijijiji.
Convencida, la mujer dio unos pasos hacia el pie de la cama, rozando incluso la túnica del visitante, impregnándole su olor.
—Joder –pensó éste, a punto de preguntar si era rubia natural–. Encima huele a hembra de las de verdad.
Esa hembra trepó a la cama y gateó hacia el hombre con insinuación. El viejo prlongó sus risitas y sus frases cortas, pero pronto halló mejor entretenimiento.
«Es la hora», pensó el visitante. «Es evidente que será un infarto en pleno acto». Esperó la ocasión y, cuidadoso, se acercó a la mesilla y asió la botella de whisky a medio terminar. En un vaso prácticamente vacío, dejó caer dos esferas de hielo medio derretido de la hielera que acompañaba la botella. Se sirvió y agitó los hielos describiendo círculos, con el mínimo ruido, mientras la pareja se deshacía de la ropa e iniciaba la  función.
Se sentó de nuevo y observó dando pequeños sorbos. La mujer gritaba y el viejo parecía tomar las riendas por momentos. «Manda huevos», pensó. Y la mujer gritaba más y más hasta la extenuación. Terminó su copa con el alarido final en el que la pareja cayó rendida, cada cuerpo a un lado de la cama.
Pero el viejo seguía respirando. Con dificultades, pero respiraba, inflando el pecho y luego desinflándolo. «Bien, hasta aquí», pensó el visitante. Se irguió y comprobó que el whisky le había empezado a surtir efecto. Dejó el vaso en la mesilla, cogió la guadaña, rodeó la cama, echó un último vistazo a la pareja y atravesó la puerta, no sin antes murmurar, en una voz casi audible:
—Lo dejo. Dimito.

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