A Fox se le
hacía familiar el lugar y no sólo por el olor. Ya no podía confiar en su olfato
pero su vista funcionaba sorprendentemente bien. Aquel jardín, aquellos
árboles, aquellos columpios atiborrados de niños, aquellas casas todas iguales dispuestas
la una pegada a la otra...
Aún así sabía,
tras cinco años deambulando por calles y carreteras, que los perros forasteros
no eran bienvenidos en ningún sitio y se anduvo con ojo. Cinco años tras
aquella tarde soleada en que papá conducía y gritaba y mamá lloraba a su lado, luego
el coche se detuvo y papá le puso la correa, tiró de él y ambos se alejaron
unos metros entre los matorrales. Pasó el tiempo justo para hacer un pis cuando
se dio cuenta de que papá había regresado al coche y éste había arrancado. De
nada le sirvió correr con toda su alma porque aquellos aparatos del demonio
corrían más que ningún compañero de juego con quien hubiera coincidido en sus
años de vida.
Muchas cosas
sucedieron desde entonces. Demasiadas. Por suerte o por desgracia funcionó su
instinto de supervivencia y logró mantenerse con vida, o mejor dicho, agonizar,
a base de animales muertos, basura, comida robada y algún que otro gesto de
mendicidad de quien se encontró en su camino sin que le gritara o le patease.
No era fácil
esconderse para seguir investigando. Los coches provenían de todas las
direcciones y de todas partes parecían surgir voces humanas. Por muy familiar
que le resultase, no era lugar para Fox y mejor le iría largándose.
Pero al doblar
una esquina un niño, montado en un triciclo, se le quedó mirando como si
hubiera visto al mismísimo diablo y le señaló, diciendo algo así como:
—Un guau guau.
Fox levantó
las orejas. Evidentemente no le comprendía pero por algún motivo no podía dejar
de mirarle. Un adulto apareció tras el niño y éste repitió:
—Un guau guau.
—Sí, es un
guau guau –le dijo el adulto, inclinándose y empujándolo para animarle a
esquivarlo.
Pero entonces
el adulto se quedó petrificado, como si también él hubiera visto al diablo, y
clavó sus ojos en Fox.
Al perro no se
le ocurrió otra cosa que mirar también y mover el rabo, moviendo la cabeza como
si fuera a avanzar pero sin decidirse a dar un solo paso.
Tras unos
segundos en que las miradas no se separaron Fox lo recordó todo.
Definitivamente recordaba aquel lugar. Y recordaba a aquel hombre, pero no
recordaba al niño. Escuchó como el hombre decía:
—Venga, Hugo.
Tenemos que irnos.
Y se fueron
invadiendo la carretera para esquivarle.
Fox dejó de
mover el rabo y se lamentó. Se lamentó de no poder hablar para poder gritar
bien alto: hijo de la gran puta.
Ambos hubiéramos dado cualquier cosa por oírle esa exclamación. Has plasmado muy bien esos dos sentimientos que solo creemos humanos; el miedo y la rabia. Un abrazo.
ResponderEliminarMenudo Hijo de Puta, como todos los que por cualquier motivo (porque no existe ninguno válido) abandona a un animal a su mala suerte.
ResponderEliminarme alegra que escribas de esto, asco de gente, me gustó
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