Éramos cinco a la mesa. No era día de beber mucho así que por
ahí no iba a venir la diversión. Los tíos del bar tenían la tele en silencio y
sonaba el mismo disco de siempre: no eran demasiado creativos.
De pronto me fijé: todos mis compañeros, del primero al último,
llevaban rato callados y prestaban atención sólo a sus móviles. Sabía a qué se
dedicaban con sus cabezas gachas y sus caras gesticulantes y sus dedos
hiperactivos: whatsap y tweeter ellos y whatsap, facebook y blogs de moda
ellas. Así que allí estaban, a lo suyo, sin darse cuenta de que existía más
mundo alrededor de sus smartphones.
Tampoco entraré a valorar si es una extraña tara mía por no
haber contratado datos en el móvil, si una cuestión de mala educación o si una toda
falta de respeto. Yo de vez en cuando me meto el dedo en la nariz y me tiro
silenciosos y olorosos pedos, así que no me considero ejemplo de nada.
Visto el panorama decidí divertirme un rato. Cerré los ojos: era
hora de imaginar.
Para empezar solté un grito que acojonó a todos. ¿Te pasa algo?,
me preguntó el del bar. Nada, imbécil, le dije, y regresó tras la barra.
Después de tararear unas cuantas canciones que me molaban y de
tirarme un pedo atronador encima de la mesa regresé a mi sitio y comencé a
decir tonterías. Insulté un poco a mis compañeros: se lo merecían tras alguna
jugarreta que les tenía guardada. A uno hasta le tiré el café caliente que se
acababa de pedir a la cara y gritó de dolor: jódete, cabrón.
No contento con eso, me descalcé y a su novia, que estaba frente
a mí, comencé a acariciarle las piernas con la punta del pie, hasta que llegué
allí en medio. La cabrona disimulaba con el móvil pero cerraba los ojos de
gusto. Como me aburría con el pie, utilicé mi mano izquierda para meterle la
mano por los pantalones a la que estaba a mi lado. Había mucha humedad allí. Me
gustó. Y a ella, claro.
Después le di una hostia a la tragaperras y le saqué toda la
pasta, le compré al tío del bar las mejores ginebras para llevármelas a casa,
insulté a tres sinvergüenzas que se emborrachaban en la barra, rompí una
cristalera con un taburete, hice una montaña de mesas, solté diez o doce
culebras por todo el suelo, rajé toda la tapicería de los sofás, escupí en las
raciones que estaban listas para servir, le di un morreo o una chica que
esperaba a que su novio regresara de cagar y volví a mi sitio y abrí los ojos.
Allí seguían ellos, teclea que teclea, sin haberse dado cuenta
ni siquiera de que me había pasado los últimos minutos con los ojos cerrados.
En fin... miré al colega al que le lancé el café, a su novia con
los ojos de gusto y a la chica de al lado con la entrepierna húmeda. Sonreí. La
vida no era tan mala a pesar de los smartphones.
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