Iba
al estanco casi a diario. En realidad no era solo un estanco y yo no iba a por
tabaco, pero la señora que solía atenderme estaba en esa zona de la tienda. Era
la mujer de mi jefe y se le compraba todo a ella, pero eso poco tiene que ver
con esta historia.
El
caso es que a mí me daban una alegría cuando me mandaban a recoger el material
de oficina, porque desde hacía unas semanas trabajaba allí Andrea. Andrea,
Andrea... Junto al mostrador del estanco, pero por fuera, del lado de los clientes, promocionaba una
marca de tabaco. A cada cliente que llegaba le preguntaba si fumaba esa marca y
si le compraban algo, pues les regalaba llaveros, mecheros, gorras, carteras o
un rasca y gana. Tenía un mini-mostrador y un gran cartel con los colores de la
marca. Todo un mini-puesto de trabajo portátil.
Quienes
ya me conocéis intuís lo que diré a continuación. Efectivamente: ¡qué buena
estaba! A destacar: que no paraba de reírse y moverse. Parecía bastante
hiperactiva. Iba de un lado a otro, se agachaba, y con cada movimiento su larga
coleta negra le golpeaba los hombros como una ternerita espantando moscas con
la cola, despidiendo hormonas y aroma de mujer de verdad. Luego estaba la
vestimenta: ¡madre mía! La camiseta no era muy apretada y aún así iba bien de
pechos porque le abultaban considerablemente. Pero lo que era demasiado era el
pantaloncito. Tenía dos modelos: uno negro y uno azul, y eran una cosa ceñida y
minúscula que terminaban hasta donde empezaban las cachas. No es broma, eran
tan pequeños que se le podía ver la piel de la curvatura del culo. Una puta
enfermedad. Me daban ganas de fumar y todo.
La
vista se me iba y ya ni siquiera intentaba disimular.
—¿Eres
fumador? —me preguntaba.
—No.
Lo siento —decía.
Y
de verdad que lo sentía. Si fuese fumador le comería la oreja a base de bien,
compraría cinco cajas diarias, me apuntaría a todas las promociones, cumpliría
todas y cada una de sus órdenes. Pero no lo era así que me tocaba conformarme
con las dos frases hasta que se acostumbró a mí:
—¿Eres
fumador?
—No.
Lo siento.
Supe
lo de su nombre porque la señora lo mencionó alguna vez. Y nada más. Su imagen
mental me acompañaba al trabajo y a casa y ahí parecía que terminaría nuestra
relación.
Hasta
que un día dije: ¿por qué no?
Entré
y Andrea me dijo hola. Yo, lo mismo. Luego, mientras la señora preparaba mi
pedido un cliente se puso con la chica. Mientras él miraba unas revistas ella
se agachó, cogió un par de bolsas de plástico y se dio la vuelta para no
abrirlas a la vista de todos. Lo que sí quedó a la vista fue esa obra de arte
negra que llevaba en las piernas y, por supuesto, el pedacito de carne que se
le veía justo en el límite.
Empezaba
a sentirme enfermo pero no dejaría que el mal me consumiese. En apenas dos
segundos, armé la mano derecha, la estiré bien, apreté unos dedos contra otros,
hice fuerza en el bíceps, me moví un paso y lancé un latigazo que impactó en su
trasero en forma de chaparreta, alcanzando la tela y parte de las dos nalgas. Hundí
mis dedos entre la carne y salió un sonido seco y vibratorio, como si hubiera
golpeado una gran instrumento musical de percusión. Era el sonido de los
dioses.
El
cliente se quedó a dos velas y Andrea se giró. Vi su cara de rabia pero no vi
su mano derecha. También la había abierto y la había estirado. Me dio semejante
bofetada que casi se me desencaja una vértebra del cuello. Me dolió bastante.
—¡Gilipollas!
¡Gilipollas! —repitió varias veces.
Me
llevé la mano a la cara abofeteada y la miré. Seguía furiosa. Esperaba que en
cualquier momento saliera de su mini-mostrador para seguir repartiéndome, pero
no lo hizo. A cambio siguió insultándome:
—¡Hijoputa!
¿Qué te has creído?
Toda
la tienda nos miraba. Cuando regresó la señora todavía no traía mi pedido y
preguntó «¿qué pasa aquí?». Andrea empezó a contárselo señalándome y yo no
esperé al final de su relato.
Volví
al trabajo. Tendría que inventarme una historia para excusar que faltaba el
encargo. Y eso de poco de valdría porque mi jefe se acabaría enterando por la
señora.
Probablemente
me despidan un día de estos.
Pero
yo me fui con el recuerdo de haber tocado el mejor culo de mi vida, y también
de haber recibido la hostia más dulce y dolorosa a la vez.
Andrea,
Andrea... Era el sonido de los dioses. Todavía te guardo en mi imaginación. A
ti y a ese maravilloso pedacito de tela.
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