8 ene 2014

El chip

Don Alfonso acababa de cumplir los setenta y estaba fuerte como un roble. Caminaba cinco kilómetros todos los días, apenas cataba una gota de alcohol y tenía el colesterol perfecto.
Pero desde hacía unas semanas sufría jaqueca. Nunca hasta entonces le había pasado. Primero asoció el dolor a una gripe que se avecinaba y luego al cambio de estación, pero los síntomas no desaparecían y decidió ir al médico a que le sacara de dudas:
—Sí que es extraño en usted —aseguró el doctor—. No muestra ningún otro síntoma y sin embargo dice que le duele.
Palpó al anciano en la frente y en la nuca. Examinó garganta y oídos. Todo en orden.
—De verdad que no me lo explico —siguió el hombre de la bata blanca—. Si se tratara de algo crónico hace tiempo que tenía que habérsele manifestado.
Don Alfonso le daba la razón pero insistía en que le diese un remedio pues últimamente el dolor le dificultaba el sueño.
—Dice que ya ha tomado aspirina, paracetamol, ibuprofeno... —dijo una serie de nombres más—, y nada, ningún efecto.
Así era. Nada le quitaba el dolor.
—Lo único que se me ocurre —dudó el doctor si continuar o no—, pero no, es muy extraño.
—Adelante —saltó Don Alfonso—, lo que sea, dígame.
—Puede que se trate... de algo... cómo decirle... muy extraño. Acérquese.
El anciano obedeció y se situó a escasos centímetros del doctor. Las manos de éste palparon entre el pelo, buscando el cuero cabelludo, y recorrieron la zona parietal y occipital, como tratando de buscar algo bajo la piel. Cuando por fin llegó tras la oreja derecha se detuvo y apretó. Don Alfonso gimió de dolor.
—¡Bingo! —gritó, satisfecho, el doctor—. Aquí está.
Palpó y apretó una especie de bultito bajo la piel mientras Don Alfonso se quejaba a la vez que mostraba una enorme extrañeza. El doctor se levantó con una sonrisa, dispuesto a dar una explicación convincente:
—Verá, Don Alfonso, es difícil de comprender, pero... ¿Cómo empezar? Al principio no sospechaba que pudiera ser eso pero la ausencia de otros síntomas y su buena salud en general, me hacían pensar que no había alternativas. Claro que se trata de un caso entre millones. Oh, no —tocó el hombro del anciano en un gesto tranquilizador—, no es nada grave, en absoluto. Al menos que usted lo quiera ver como grave.
Don Alfonso esperaba impaciente y sin comprender nada.
—Fue cosa de los años treinta. Para ser exacto, el programa se inauguró en el año 2031. ¿Se acuerda usted de dónde estaba? ¿No? ¿Y quién sí? Permítame que le muestre este libro —sacó un enorme tomo de la estantería y buscó una página sin mostrársela todavía a su paciente—. Corrían malas épocas por aquel entonces. La gente se había echado a perder y los gobiernos creyeron que era una buena oportunidad para intentarlo. Claro que luego surgieron los dilemas morales, las fracturas dentro de la propia comunidad científica, el temor a un escándalo de proporciones mundiales, y el programa nunca fructificó. Usted ya sabe.
Pero no, Don Alfonso no sabía nada y así lo hizo saber.
—Se trata de un chip. Un pequeño chip como este —le mostró una página del libro con un minúsculo aparatito electrónico ampliado a escala en el que se veían cables y lucecitas de colores, junto con nombres extraños y constantes explicaciones gráficas de las funciones de cada uno de los componentes—. Eso es lo que tiene en la cabeza.
—¿Yo? ¿Un chip? ¿Desde cuándo? ¿Por qué? ¿Qué me hace? ¿Me va a matar? ¿Me va a...?
—Eh, eh, eh. Vamos, amigo, tranquilícese. Ya le dije que podía ser perfectamente inofensivo. Como le iba contando, en los años treinta los gobiernos decidieron tratar a un grupo experimental escogido aleatoriamente entre más de cincuenta países. Se instalaron unos cien millones de chips en todo el mundo y usted fue uno de los elegidos. Probablemente hayan aprovechado cualquier hospitalización suya para implantárselo sin que ni usted ni su familia se dieran cuenta. ¿Qué edad tenía entonces?
—Unos veinte años.
—¿Y cómo le ha ido la vida desde aquella? ¿Bien, a que sí?
—Pues sí, no me puedo quejar. Tengo esposa, hijos y nietos. Salud, una buena casa...
—¿Lo ve? De eso se trataba. Con el chip pretendían construir buenas personas. Se acopla a los nervios del cerebro que luego desembocan en las regiones donde se gestionan los sentimientos, el carácter, el comportamiento, etcétera. Vamos, que el chip ha hecho que usted sea un buen tipo.
—Pero entonces —titubeó Don Alfonso—, en realidad yo no soy quien creo ser.
—Sí y no. Digamos que el aparatito saca lo mejor de usted.
—¿Y qué puedo hacer ahora?
—Pues usted decide. Existe un tratamiento específico para el dolor provocado por el chip. Se lo puedo suministrar y usted seguirá su vida como si nada. Claro que ahora conoce el secreto y está en su perfecto derecho de que se lo sustraiga. Sería una operación sencilla y sin riesgo alguno, pero...
—¿Pero qué?
—Pero no sabemos qué sucederá después.
—No le comprendo.
—Sin ese chip recuperará su verdadero yo, y lejos de desconfiar de usted, ¿quién sabe si ese buen cerebro suyo no esconde realmente un violador, un asesino en serie, un maltratador o un terrorista?
—Ya, claro.
Se callaron unos instantes. Don Alfonso tenía dudas. Habló el doctor:
—Usted dirá. Piénselo si quiere y vuelva mañana.
—No hay nada que pensar.
—Y el veredicto es...
—Quítemelo. Intervenga. Ahora mismo.
—¿Está usted seguro? Mire que puede que ahí dentro se esconda...
—Ahí dentro me escondo yo —se impuso la voz firme del anciano—, así que adelante.
Don Alfonso se tumbó en la camilla y el doctor se puso manos a la obra. Por fin el entrañable anciano se conocería a sí mismo, pero uno se pregunta cuánta gente por ahí adelante tiene ese chip en la cabeza y no lo sabe. No estaría de más palparse y comprobarlo, no vaya a ser...

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