Don
Alfonso acababa de cumplir los setenta y estaba fuerte como un roble. Caminaba
cinco kilómetros todos los días, apenas cataba una gota de alcohol y tenía el
colesterol perfecto.
Pero
desde hacía unas semanas sufría jaqueca. Nunca hasta entonces le había pasado.
Primero asoció el dolor a una gripe que se avecinaba y luego al cambio de
estación, pero los síntomas no desaparecían y decidió ir al médico a que le
sacara de dudas:
—Sí
que es extraño en usted —aseguró el doctor—. No muestra ningún otro síntoma y
sin embargo dice que le duele.
Palpó
al anciano en la frente y en la nuca. Examinó garganta y oídos. Todo en orden.
—De
verdad que no me lo explico —siguió el hombre de la bata blanca—. Si se tratara
de algo crónico hace tiempo que tenía que habérsele manifestado.
Don
Alfonso le daba la razón pero insistía en que le diese un remedio pues
últimamente el dolor le dificultaba el sueño.
—Dice
que ya ha tomado aspirina, paracetamol, ibuprofeno... —dijo una serie de
nombres más—, y nada, ningún efecto.
Así
era. Nada le quitaba el dolor.
—Lo
único que se me ocurre —dudó el doctor si continuar o no—, pero no, es muy
extraño.
—Adelante
—saltó Don Alfonso—, lo que sea, dígame.
—Puede
que se trate... de algo... cómo decirle... muy extraño. Acérquese.
El
anciano obedeció y se situó a escasos centímetros del doctor. Las manos de éste
palparon entre el pelo, buscando el cuero cabelludo, y recorrieron la zona
parietal y occipital, como tratando de buscar algo bajo la piel. Cuando por fin
llegó tras la oreja derecha se detuvo y apretó. Don Alfonso gimió de dolor.
—¡Bingo!
—gritó, satisfecho, el doctor—. Aquí está.
Palpó
y apretó una especie de bultito bajo la piel mientras Don Alfonso se quejaba a
la vez que mostraba una enorme extrañeza. El doctor se levantó con una sonrisa,
dispuesto a dar una explicación convincente:
—Verá,
Don Alfonso, es difícil de comprender, pero... ¿Cómo empezar? Al principio no
sospechaba que pudiera ser eso pero la ausencia de otros síntomas y su buena
salud en general, me hacían pensar que no había alternativas. Claro que se
trata de un caso entre millones. Oh, no —tocó el hombro del anciano en un gesto
tranquilizador—, no es nada grave, en absoluto. Al menos que usted lo quiera
ver como grave.
Don
Alfonso esperaba impaciente y sin comprender nada.
—Fue
cosa de los años treinta. Para ser exacto, el programa se inauguró en el año
2031. ¿Se acuerda usted de dónde estaba? ¿No? ¿Y quién sí? Permítame que le
muestre este libro —sacó un enorme tomo de la estantería y buscó una página sin
mostrársela todavía a su paciente—. Corrían malas épocas por aquel entonces. La
gente se había echado a perder y los gobiernos creyeron que era una buena
oportunidad para intentarlo. Claro que luego surgieron los dilemas morales, las
fracturas dentro de la propia comunidad científica, el temor a un escándalo de
proporciones mundiales, y el programa nunca fructificó. Usted ya sabe.
Pero
no, Don Alfonso no sabía nada y así lo hizo saber.
—Se
trata de un chip. Un pequeño chip como este —le mostró una página del libro con
un minúsculo aparatito electrónico ampliado a escala en el que se veían cables
y lucecitas de colores, junto con nombres extraños y constantes explicaciones
gráficas de las funciones de cada uno de los componentes—. Eso es lo que tiene
en la cabeza.
—¿Yo?
¿Un chip? ¿Desde cuándo? ¿Por qué? ¿Qué me hace? ¿Me va a matar? ¿Me va a...?
—Eh,
eh, eh. Vamos, amigo, tranquilícese. Ya le dije que podía ser perfectamente
inofensivo. Como le iba contando, en los años treinta los gobiernos decidieron
tratar a un grupo experimental escogido aleatoriamente entre más de cincuenta
países. Se instalaron unos cien millones de chips en todo el mundo y usted fue
uno de los elegidos. Probablemente hayan aprovechado cualquier hospitalización
suya para implantárselo sin que ni usted ni su familia se dieran cuenta. ¿Qué
edad tenía entonces?
—Unos
veinte años.
—¿Y
cómo le ha ido la vida desde aquella? ¿Bien, a que sí?
—Pues
sí, no me puedo quejar. Tengo esposa, hijos y nietos. Salud, una buena casa...
—¿Lo
ve? De eso se trataba. Con el chip pretendían construir buenas personas. Se acopla a los nervios del cerebro que luego
desembocan en las regiones donde se gestionan los sentimientos, el carácter, el
comportamiento, etcétera. Vamos, que el chip ha hecho que usted sea un buen
tipo.
—Pero
entonces —titubeó Don Alfonso—, en realidad yo no soy quien creo ser.
—Sí
y no. Digamos que el aparatito saca lo mejor de usted.
—¿Y
qué puedo hacer ahora?
—Pues
usted decide. Existe un tratamiento específico para el dolor provocado por el
chip. Se lo puedo suministrar y usted seguirá su vida como si nada. Claro que
ahora conoce el secreto y está en su perfecto derecho de que se lo sustraiga.
Sería una operación sencilla y sin riesgo alguno, pero...
—¿Pero
qué?
—Pero
no sabemos qué sucederá después.
—No
le comprendo.
—Sin
ese chip recuperará su verdadero yo,
y lejos de desconfiar de usted, ¿quién sabe si ese buen cerebro suyo no esconde
realmente un violador, un asesino en serie, un maltratador o un terrorista?
—Ya,
claro.
Se
callaron unos instantes. Don Alfonso tenía dudas. Habló el doctor:
—Usted
dirá. Piénselo si quiere y vuelva mañana.
—No
hay nada que pensar.
—Y
el veredicto es...
—Quítemelo.
Intervenga. Ahora mismo.
—¿Está
usted seguro? Mire que puede que ahí dentro se esconda...
—Ahí
dentro me escondo yo —se impuso la voz firme del anciano—, así que adelante.
Don
Alfonso se tumbó en la camilla y el doctor se puso manos a la obra. Por fin el
entrañable anciano se conocería a sí mismo, pero uno se pregunta cuánta gente
por ahí adelante tiene ese chip en la cabeza y no lo sabe. No estaría de más
palparse y comprobarlo, no vaya a ser...
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