23 ene 2014

Cuando me encontré al alcalde

Llevaba cuatro semanas en el ayuntamiento.
Eran sobre las ocho cuando subía unos papeles a la quinta planta. Suelo coger el ascensor pero aquel día me dije: ¿por qué no?, y me metí por las escaleras.
En el fragor del ascenso —en realidad ya llevaba un mal día en ese sentido—, a la altura del tercer piso, noté que algo se removía en mis tripas. Instintivamente apreté esfínteres para evitar cualquier escape, pero aproveché que no había nadie alrededor para, sin dejar de subir peldaños, soltar un largo pedo. Fue caliente y placentero, incluso recuerdo que me permití un leve ruido pues, como digo, nadie más que yo había alrededor.
Entonces escuché cómo se abría la puerta de emergencia de la quinta planta, la que da acceso a las escaleras. Alguien subía o bajaba. En realidad no me importaba: si nos cruzábamos nos saludaríamos, yo seguiría subiendo a buen ritmo y allá él o ella si se topaba con la peste en el aire.
Vi a través del hueco de los pasamanos que, efectivamente, alguien bajaba. Mi plan seguía adelante: saludar y no detenerse, saludar y no detenerse. Mientras, percibí que el calor de mi entrepierna se disipaba, a cambio lógicamente de que penetrase mis fosas nasales un olor fortísimo y preocupante, diríase que enfermizo, si no fuera porque tratándose del pedo propio el peor de los olores puede causar hasta gracia.
—En fin... —pensé.
Hubo encuentro visual con el invasor de descansillo a descansillo. Estábamos a ocho peldaños de distancia. Me cagué en la puta cuando vi que era ni más ni menos que el alcalde, al que no había vista desde la toma de posesión más que en los carteles de la puerta de los despachos de la planta de los partidos políticos.
Se me pusieron de corbata pero no quedaba otra que seguir avanzando. Con suerte ni me saludaría y, en todo caso, no recordaría ya mi cara.
Así que nos cruzamos en el cuarto peldaño. Yo me aparté un poco antes para que él pudiera seguir agarrado el pasamanos. Nos miramos.
—Hola —dije.
—Buenos días —contestó.
Di un pasito más. Estábamos en el mismo peldaño. Ahí debía terminar mi aventura. La peste seguía en mi nariz y no había forma de que se fuera.
—Tú eres el nuevo, ¿no? —me espetó. «Mierda», me dije. Nos miramos. Detuve mi avance.
—Sí. Uno de ellos.
—Ah. Sí, sí. Me acuerdo de ti. Bueno ¿y qué tal?
Estaba jodido. Muy jodido. Sudaba por los sobacos y por la espalda.
—Bien, bien. Bastante bien.
—Me alegro. Mucho trabajo en tu planta, ¿verdad?
—Sí. Bastante.
Eso era cierto. Pero aquel encuentro empezaba a ser peligroso. Si no le fallaba el olfato pronto empezaría a olerle a mierda. Habló:
—Para que luego digan que los funcionarios no trabajan. ¡Je, je!
—Eso. Para que digan...
—Bueno pero tú eres joven. Aprovecha esa energía.
—Lo intento. Lo intento.
—Bueno, chaval. Alex, eras, ¿no? —¡mierda! Sabía mi nombre. Asentí— No te interrumpo más. Me alegro de verte y que te vaya bien.
—Muchas gracias. Igualmente.
Me dio una palmadita en el hombro y seguimos nuestros caminos. Yo ya no olía nada pero sospechaba que sólo era porque mi nariz se había acostumbrado. Cuando afronté el siguiente bloque de escaleras, calculé que a esas alturas el alcalde se encontraba en pleno reguero pestilente. Si algo debía olerle mal sería en ese momento. Y no había dios ni concejal delegado que impidiera que él no supiese que el cerdo que se tiró un pedo había sido yo.
Miré por el hueco del pasamanos. El hombre seguía descendiendo. A la altura del cuarto peldaño observé que levantaba la cabeza e iba a mirar hacia arriba, probablemente buscándome con la mirada. Pero eso nunca lo supe porque yo me aparté y me pegué a la pared opuesta. Seguramente había olido algo y quería censurármelo.

No he vuelto a ver al alcalde. Quizá se le olvide el asunto o quizá no. Tampoco creo que sea como para abrirme un expediente disciplinario. Lo que más me jode es que ahora tengo que andarme con ojo cuando note que algo me revuelve las tripas. Y a mí eso me sucede bastantes veces.  

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