Llevaba cuatro
semanas en el ayuntamiento.
Eran sobre las
ocho cuando subía unos papeles a la quinta planta. Suelo coger el ascensor pero
aquel día me dije: ¿por qué no?, y me metí por las escaleras.
En el fragor
del ascenso —en realidad ya llevaba un mal día en ese sentido—, a la altura del
tercer piso, noté que algo se removía en mis tripas. Instintivamente apreté
esfínteres para evitar cualquier escape, pero aproveché que no había nadie
alrededor para, sin dejar de subir peldaños, soltar un largo pedo. Fue caliente
y placentero, incluso recuerdo que me permití un leve ruido pues, como digo,
nadie más que yo había alrededor.
Entonces
escuché cómo se abría la puerta de emergencia de la quinta planta, la que da
acceso a las escaleras. Alguien subía o bajaba. En realidad no me importaba: si
nos cruzábamos nos saludaríamos, yo seguiría subiendo a buen ritmo y allá él o
ella si se topaba con la peste en el aire.
Vi a través
del hueco de los pasamanos que, efectivamente, alguien bajaba. Mi plan seguía
adelante: saludar y no detenerse, saludar y no detenerse. Mientras, percibí que
el calor de mi entrepierna se disipaba, a cambio lógicamente de que penetrase
mis fosas nasales un olor fortísimo y preocupante, diríase que enfermizo, si no
fuera porque tratándose del pedo propio el peor de los olores puede causar
hasta gracia.
—En fin...
—pensé.
Hubo encuentro
visual con el invasor de descansillo a descansillo. Estábamos a ocho peldaños
de distancia. Me cagué en la puta cuando vi que era ni más ni menos que el
alcalde, al que no había vista desde la toma de posesión más que en los
carteles de la puerta de los despachos de la planta de los partidos políticos.
Se me pusieron
de corbata pero no quedaba otra que seguir avanzando. Con suerte ni me
saludaría y, en todo caso, no recordaría ya mi cara.
Así que nos
cruzamos en el cuarto peldaño. Yo me aparté un poco antes para que él pudiera
seguir agarrado el pasamanos. Nos miramos.
—Hola —dije.
—Buenos días
—contestó.
Di un pasito
más. Estábamos en el mismo peldaño. Ahí debía terminar mi aventura. La peste
seguía en mi nariz y no había forma de que se fuera.
—Tú eres el
nuevo, ¿no? —me espetó. «Mierda», me dije. Nos miramos. Detuve mi avance.
—Sí. Uno de
ellos.
—Ah. Sí, sí.
Me acuerdo de ti. Bueno ¿y qué tal?
Estaba jodido.
Muy jodido. Sudaba por los sobacos y por la espalda.
—Bien, bien.
Bastante bien.
—Me alegro.
Mucho trabajo en tu planta, ¿verdad?
—Sí. Bastante.
Eso era
cierto. Pero aquel encuentro empezaba a ser peligroso. Si no le fallaba el
olfato pronto empezaría a olerle a mierda. Habló:
—Para que
luego digan que los funcionarios no trabajan. ¡Je, je!
—Eso. Para que
digan...
—Bueno pero tú
eres joven. Aprovecha esa energía.
—Lo intento.
Lo intento.
—Bueno,
chaval. Alex, eras, ¿no? —¡mierda! Sabía mi nombre. Asentí— No te interrumpo
más. Me alegro de verte y que te vaya bien.
—Muchas
gracias. Igualmente.
Me dio una
palmadita en el hombro y seguimos nuestros caminos. Yo ya no olía nada pero
sospechaba que sólo era porque mi nariz se había acostumbrado. Cuando afronté
el siguiente bloque de escaleras, calculé que a esas alturas el alcalde se
encontraba en pleno reguero pestilente. Si algo debía olerle mal sería en ese momento.
Y no había dios ni concejal delegado que impidiera que él no supiese que el
cerdo que se tiró un pedo había sido yo.
Miré por el
hueco del pasamanos. El hombre seguía descendiendo. A la altura del cuarto
peldaño observé que levantaba la cabeza e iba a mirar hacia arriba,
probablemente buscándome con la mirada. Pero eso nunca lo supe porque yo me
aparté y me pegué a la pared opuesta. Seguramente había olido algo y quería
censurármelo.
No he vuelto a
ver al alcalde. Quizá se le olvide el asunto o quizá no. Tampoco creo que sea
como para abrirme un expediente disciplinario. Lo que más me jode es que ahora
tengo que andarme con ojo cuando note que algo me revuelve las tripas. Y a mí
eso me sucede bastantes veces.
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