Harry
aguardaba en su mecedora del apartamento 69. Todavía no era la hora del
espectáculo.
Para
mantenerse motivado leía unos recortes de periódico que guardaba para momentos
de espera:
«Aprobada la LSSP (Ley para la Sostenibilidad del Sistema de
Pensiones)»
«El presidente asegura que con esta medida el superávit y la
calidad de vida de los jubilados están garantizados.»
«Finalmente el Congreso, por unanimidad, dio luz verde al
proyecto que entrará en vigor con carácter inmediato una vez sea ratificado por
la Cámara Alta.»
«El Sindicato de Ancianos negoció hasta última hora un
retraso de la jubilación de los setenta y dos a los setenta y cinco años a
cambio de un decenio más de vida.»
«La edad de jubilación se mantiene en los setenta y dos años
y los jubilados, que hoy en día representan el cuarenta por ciento de la
población, percibirán el cien por cien de la pensión mientras permanezcan con
vida.»
«A finales del mes de diciembre de cada año se ejecutarán a
todos aquellos que cumplan ochenta desde enero hasta entonces, empezando por
una primera criba con todos aquellos ancianos que superen dicha edad.»
«Las ejecuciones serán públicas y sólo podrán evitarse
renunciando a cualquier pensión desde los ochenta años y firmando una
declaración jurada en la que el anciano se comprometa a no acudir al médico
bajo ningún pretexto hasta su muerte natural.»
«Con esta medida de contención del gasto el Estado se
ahorrará más de quinientos mil millones de euros anuales en pensiones y
medicamentos.»
A
Harry se le revolvían las tripas sólo de pensarlo. Desde entonces siete
millones y medio de ancianos pasaron por el paredón ante la impúdica mirada de
políticos y familiares. Las protestas y revueltas iniciales dejaron paso a la
insensibilidad más absoluta una vez se comprobó que la economía marchaba tras
veinticinco años de crisis.
Era
la hora. El alcalde daba un mitin en la plaza. Hablaba de impuestos, de
jardines, de autobuses, de colegios, de basura, de agua, de luz, de
bibliotecas... pero ni una palabra sobre la LSSP. Y todos le coreaban ante su inminente
mayoría absoluta.
Se
sacudió la cabeza y observó por la mirilla de su Barrett M82. El estrado estaba
en el centro del objetivo. Cuando el alcalde cayese, en medio del revuelo, se
encargaría también de unos cuantos peces gordos de primera fila —empresarios,
compañeros políticos, líderes sociales—, que no faltaban nunca a aquellas ceremonias.
Cuando
empezaban las despedidas y los agradecimientos, Harry notó que algo se le movía
en sus pantalones. Se estaba empalmando ante la idea de engrosar la lista que
había sucumbido a su fusil: tres alcaldes, cuatro diputados, dos senadores,
quince miembros del gobierno y una treintena de personajillos más.
Por
algo era el terrorista más buscado del país. Y sin que nadie le pagase por
ello.
Antes
de apretar el gatillo, un portazo atronó el apartamento 69. Cuando Harry quiso
reaccionar tenía cinco policías encima dándole porrazos, puñetazos y patadas.
—¡Quieto,
hijo de puta! ¿Qué ibas a hacer, eh? ¡Jódete, mamón de mierda! —le gritaban,
mientras se sucedían los golpes.
Harry
se protegió pero no pudo evitar el sufrimiento. Pronto se lo llevarían de allí a
una cárcel donde seguirían torturándolo.
Pero
poco le importaba. En realidad, sólo le preocupaba el no haber podido terminar
su trabajito de aquella tarde.
El dolor era secundario. Al fin y al cabo tenía
setenta y nueve años y medio.
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