12 feb 2014

Ciclogénesis explosiva, según Alex

De momento es gratis disfrutar de una tormenta así que allí estaba yo, cómodamente abrigado bajo la uralita del garaje, observando el cielo y bebiéndome una buena ginebra a la salud de mí mismo. Hace ya años que no bebo a la salud de nadie más.
Aquel invierno en La Coruña era una sucesión de ciclogénesis explosivas. Poco tiempo atrás ni dios conocía ese fenómeno pero ahora todo el mundo era un experto. Se formaban en el Atlántico, pasaban rozando las costas gallegas y ascendían hacia el norte. El centro de la borrasca y las isobaras más juntas siempre aplastaban a los desgraciados de Irlanda y el Reino Unido. Suertudos.
Hay gente para todo. Hay quien se caga de miedo y se encierra en casa, quien siente desprecio por su vida y sale a dejarse matar por una ola al borde de un acantilado, y hay quienes, como yo, preferimos disfrutar tranquilamente de lo que la naturaleza decida depararnos, asumiendo que de nada vale lamentarse o perder el tiempo escondidos. Es mejor ponerse a cubierto y mirar con una buena ginebra en la mano. Sin duda.
El incómodo viento se había desacelerado y al cambio se formaron unas gruesas, negras y enérgicas nubes. Tenían toda la pinta de que descargarían en cualquier momento. Tras la calma cayó el primer relámpago. Bum. El trueno esperó quince o veinte segundos. Lejos todavía. Poco peligroso incluso para los asustadizos. Los siguientes se hicieron esperar, manteniendo una distancia prudencial. Bien sabemos los gallegos de la costa que aquí las tormentas rara vez son intensas. Nada de un relámpago tras otro o de varios por segundo. Aquí somos más bien de unos pocos relámpagos por estación y de lluvia tocapelotas todo el año, amén de alguna granizada que suele durar no más de diez minutos.
Los pájaros no volaban y los perros no ladraban. Diría incluso que no circulaban coches por la carretera. Era como si todo ser vivo se aislara del mundo y rezara: por dios que pase esto ¡ya! Pero yo no soy así. Yo me terminé la ginebra y me serví otra que sabía aún mejor.
Cayeron algunas gotas. Eso podía ser el final del espectáculo eléctrico pero no. Al contrario, la tormenta se acercaba. Cayó un relámpago y el trueno dejó de ser ese lejano sonido grave y casi constante en intensidad para convertirse en una explosión de menor duración y mayores decibelios. Una última bandada de pájaros voló de un árbol a otro. Ya no era momento para acojonados.
Hubo más relámpagos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Todos entre dos y tres kilómetros de distancia. No recordaba haber estado tan debajo de una tormenta. Se me aceleró el pulso y bebí. La cosa prometía.
La lluvia se hizo más intensa y se escuchaba un ruido de fondo, como si hubiese un constante y lejano trueno no precedido de una descarga eléctrica. Vinieron más relámpagos. Nube-nube y nube-tierra. Estos son los mejores. Caen en algún sitio que, ¿por qué no?, podría ser tu casa, causando un auténtico destrozo. En la mía no hay pararrayos así que estaba a expensas de la tormenta. Había uno en un colegio cercano pero dios sabía si funcionaba o era un mero adorno. ¿Qué importaba? Estar en medio de una tormenta es como recibir una inyección de adrenalina. Como un fuerte tortazo que te grita «espabila». Estar en medio de una tormenta te devuelve el alma perdida, te devuelve a tu esencia de ser humano, al animal que llevas dentro. En especial en el campo, lejos de la falsa protección de las enormes fachadas que no hacen sino ocultar el espectáculo. La tormenta te hacer ser alguien de una puta vez. Pierdes la noción del tiempo y del espacio y comprendes que hay vida dentro de tu vida de mierda. Te hace ser tú o eso que alguna vez quieres llamar «tú». De todo eso es capaz una tormenta.
El mayor de los relámpagos iluminó todos los grados y todos los minutos y segundos de mi campo de visión. Fue un tremendo fogonazo y creí quedarme ciego. Y sordo, porque el sonido instantáneo hizo retumbar los viejos muebles del garaje como un seísmo. Vibraron los hielos y la superficie de la ginebra. La explosión no parecía terminar jamás. Me levanté y miré hacia el colegio. Eso tenía que haber caído allí. ¡Sin duda! Demasiado cerca como para que fuese en otro lado y no causase efecto visible alguno. Aullaron los perros de los vecinos. Impresionante. Momentos así te hacen postrarte ante la naturaleza y decir «soy todo tuya, soy esclavo de ti, pero soy feliz». Y sin embargo, el sonido se disipó y el pararrayos no mostraba ningún síntoma de haber recibido todos aquellos amperios de descarga.
Una experiencia increíble. De lo mejor de mi vida.
Después la tormenta se alejó como diciendo «hasta aquí el espectáculo», y los relámpagos y truenos sucesivos ya no aceleraron mi pulso e incluso dejarían de asustar a los cobardes agazapados en sus casas. Incluso dejó de llover y se vislumbraba algún claro entre las nubes.
Sólo podía terminarme mi ginebra, recoger y entrar de nuevo en casa. Por la noche miraría las noticias y el tiempo a la espera de la siguiente ciclogénesis. Estaba siendo un gran invierno.

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