De momento es gratis disfrutar de
una tormenta así que allí estaba yo, cómodamente abrigado bajo la uralita del
garaje, observando el cielo y bebiéndome una buena ginebra a la salud de mí
mismo. Hace ya años que no bebo a la salud de nadie más.
Aquel invierno en La Coruña era
una sucesión de ciclogénesis explosivas. Poco tiempo atrás ni dios conocía ese
fenómeno pero ahora todo el mundo era un experto. Se formaban en el Atlántico,
pasaban rozando las costas gallegas y ascendían hacia el norte. El centro de la
borrasca y las isobaras más juntas siempre aplastaban a los desgraciados de
Irlanda y el Reino Unido. Suertudos.
Hay gente para todo. Hay quien se
caga de miedo y se encierra en casa, quien siente desprecio por su vida y sale
a dejarse matar por una ola al borde de un acantilado, y hay quienes, como yo,
preferimos disfrutar tranquilamente de lo que la naturaleza decida depararnos,
asumiendo que de nada vale lamentarse o perder el tiempo escondidos. Es mejor
ponerse a cubierto y mirar con una buena ginebra en la mano. Sin duda.
El incómodo viento se había
desacelerado y al cambio se formaron unas gruesas, negras y enérgicas nubes.
Tenían toda la pinta de que descargarían en cualquier momento. Tras la calma
cayó el primer relámpago. Bum. El trueno esperó quince o veinte segundos. Lejos
todavía. Poco peligroso incluso para los asustadizos. Los siguientes se
hicieron esperar, manteniendo una distancia prudencial. Bien sabemos los
gallegos de la costa que aquí las tormentas rara vez son intensas. Nada de un
relámpago tras otro o de varios por segundo. Aquí somos más bien de unos pocos
relámpagos por estación y de lluvia tocapelotas todo el año, amén de alguna
granizada que suele durar no más de diez minutos.
Los pájaros no volaban y los
perros no ladraban. Diría incluso que no circulaban coches por la carretera.
Era como si todo ser vivo se aislara del mundo y rezara: por dios que pase esto
¡ya! Pero yo no soy así. Yo me terminé la ginebra y me serví otra que sabía aún
mejor.
Cayeron algunas gotas. Eso podía
ser el final del espectáculo eléctrico pero no. Al contrario, la tormenta se
acercaba. Cayó un relámpago y el trueno dejó de ser ese lejano sonido grave y
casi constante en intensidad para convertirse en una explosión de menor
duración y mayores decibelios. Una última bandada de pájaros voló de un árbol a
otro. Ya no era momento para acojonados.
Hubo más relámpagos. Uno, dos,
tres, cuatro, cinco. Todos entre dos y tres kilómetros de distancia. No
recordaba haber estado tan debajo de una tormenta. Se me aceleró el pulso y
bebí. La cosa prometía.
La lluvia se hizo más intensa y
se escuchaba un ruido de fondo, como si hubiese un constante y lejano trueno no
precedido de una descarga eléctrica. Vinieron más relámpagos. Nube-nube y
nube-tierra. Estos son los mejores. Caen en algún sitio que, ¿por qué no?,
podría ser tu casa, causando un auténtico destrozo. En la mía no hay pararrayos
así que estaba a expensas de la tormenta. Había uno en un colegio cercano pero
dios sabía si funcionaba o era un mero adorno. ¿Qué importaba? Estar en medio
de una tormenta es como recibir una inyección de adrenalina. Como un fuerte
tortazo que te grita «espabila». Estar en medio de una tormenta
te
devuelve el alma perdida, te devuelve a tu esencia de ser humano, al animal que
llevas dentro. En especial en el campo, lejos de la falsa protección de las
enormes fachadas que no hacen sino ocultar el espectáculo. La tormenta te hacer
ser alguien de una puta vez. Pierdes la noción del tiempo y del espacio y
comprendes que hay vida dentro de tu vida de mierda. Te hace ser tú o eso que
alguna vez quieres llamar «tú». De todo eso es capaz una tormenta.
El mayor de los relámpagos
iluminó todos los grados y todos los minutos y segundos de mi campo de visión.
Fue un tremendo fogonazo y creí quedarme ciego. Y sordo, porque el sonido
instantáneo hizo retumbar los viejos muebles del garaje como un seísmo.
Vibraron los hielos y la superficie de la ginebra. La explosión no parecía
terminar jamás. Me levanté y miré hacia el colegio. Eso tenía que haber caído
allí. ¡Sin duda! Demasiado cerca como para que fuese en otro lado y no causase
efecto visible alguno. Aullaron los perros de los vecinos. Impresionante. Momentos
así te hacen postrarte ante la naturaleza y decir «soy
todo tuya, soy esclavo de ti, pero soy feliz». Y sin embargo, el sonido se
disipó y el pararrayos no mostraba ningún síntoma de haber recibido todos
aquellos amperios de descarga.
Una experiencia increíble. De lo
mejor de mi vida.
Después la tormenta se alejó como
diciendo «hasta aquí el espectáculo», y los relámpagos y truenos sucesivos ya
no aceleraron mi pulso e incluso dejarían de asustar a los cobardes agazapados
en sus casas. Incluso dejó de llover y se vislumbraba algún claro entre las
nubes.
Sólo podía terminarme mi ginebra,
recoger y entrar de nuevo en casa. Por la noche miraría las noticias y el
tiempo a la espera de la siguiente ciclogénesis. Estaba siendo un gran
invierno.
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