17 feb 2014

Eso decían los entendidos

Unas veces la vida te patea el culo y otras te sonríe. Eso decían los entendidos.
Yo llevaba una buena temporada recibiendo coces y puntapiés pero no aquella noche. Aquella noche la vida me ponía la mejor de sus sonrisas. Aquella noche era como si el cielo se abriera para mí y el Gran Señor decidiera regalarle un momento de gloria a Alejandrito. Al bueno de Alejandrito. Al hereje de Alejandrito.
Había estado bebiendo en el bar de Siro. Siro era un viejo asqueroso con la suficiente pasta como para abrir un bar y la suficiente inteligencia como para contratar a dos camareras macizas que se encargaran de él. Encajado en la esquina de la barra, había bebido y había vuelto a beber. Bebí hasta perder la noción del tiempo y del espacio. En un momento que bien podría haber sido cualquier otro unas piernas montadas sobre dos imponentes botas de tacones hasta las rodillas irrumpieron en mi campo de visión. Eran dos piernas enormes y bien hechas y yo siempre fui muy de piernas, y más cuando están escondidas tras unas medias semitransparentes por las que se adivina un glorioso color carne. El resto era una mini-minifalda y una camisa medio desabrochada por la que asomaba un seno, es decir: dos medios senos.
Venía a por tabaco y esperaba a que la camarera le hiciese caso para activar la maquinita. En la espera me miró y le sonreí como quien ve un conocido a lo lejos. Ella dijo algo así como «buen provecho», y yo le dije «claro, claro». También le ofrecí una copa y, tras negarse y comprar la cajetilla, regresó con un pitillo en la boca y reclamándole un vodka negro a la misma camarera.
Después hablamos y hablamos. O mejor dicho, habló y habló y yo hacía como que escuchaba mientras ideaba una estrategia. No hizo falta gran cosa porque se notaba que ella quería. Incluso pude permitirme el lujo de apartar la mirada de sus ojos y examinarla de arriba abajo para concluir que no podía valer más la pena. Como tampoco se me pasó del todo la borrachera no recuerdo exactamente qué sucedió después, pero sí que pagué la cuenta y cuando salí del bar y monté en el coche por la puerta del copiloto subían aquellas dos gloriosas piernas.
Por cierto, se llamaba Eli.
Así que cuando Eli y yo entramos en el apartamento yo rezumaba calor y Eli la necesitaba. Sólo fue necesario que ella fuese a un baño y yo al otro para reencontrarnos en el pasillo y no necesitar habitación alguna para empezar. Lo había hecho en la lavadora, en la encimera, en el mueblecito de la entrada, debajo de la mesa del comedor y, por supuesto, en los dos cuartos de baño. Pero en el pasillo nunca.
Después de besarnos con cierta pasión sabíamos que no estábamos allí para tonterías. Los besos sólo servirían para avivar un poco más las llamas. Enseguida la sujeté con fuerza por las dos muñecas y le di la vuelta. La empotré contra los picos de la pintura de la pared y le trabajé las orejas y el cuello. Ella serpenteaba y tenía la piel de gallina. Jesucristo nos miraba desde un crucifijo que la vieja dueña del apartamento me había pedido por dios que no retirase. «Gracias, amigo», le dije al barbudo crucificado.
Sujeté sus dos muñecas con una sola mano e hice más fuerza contra la pared. Luego me las arreglé para que mi otra mano juguetease entre su ropa. Primero por arriba y luego por abajo. Utilizando el zapato golpeé sus tacones forzándola a abrir sus piernas todo lo que la flexibilidad de la mini-mini falda le permitía. Suficiente. Ella apoyaba una mejilla contra la pared y no abría los ojos. Se notaba que no estaba acostumbrada a aquellos juegos pero quería aprender. Mi mano libre volvió a su parte de atrás. Se metió tras la mini-mini falda y acarició las dos nalgas. Luego buscó el final de las medias y tiró hacia abajo. Costaba un poco deshacerse de ellas y Eli se ofreció a ayudarme. Pero yo no se lo permití. Finalmente lo conseguí: la terminación de las medias asomaba bajo la faldita y se veía un trozo de pierna. Entonces toqueteé un poco más el culo y allí adentro y sólo después me bajé la cremallera y eché los calzoncillos a un lado.
Eli y yo sabíamos lo que venía a continuación. Abrió los ojos un momento y volvió a cerrarlos. Yo la miré y la lamí por donde pude. Después me aparté unos centímetros y la vi un poco mejor en su conjunto. Giré la cabeza hacia Jesucristo y le guiñé un ojo.
Estaba a punto de arruinarme y era carne de suicidio. De hecho le había sonsacado a un amigo médico qué combinación de medicamentos debía ingerir para que la cosa fuese rápida e indolora. Había barajado también lo alto de un edificio y la vieja escopeta de caza.
Sin embargo los entendidos tenían razón: a veces la vida te sonríe. La vida a veces puede ser maravillosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario