Unas veces la vida te patea el culo y otras te sonríe. Eso decían los
entendidos.
Yo llevaba una buena temporada recibiendo coces y puntapiés pero no
aquella noche. Aquella noche la vida me ponía la mejor de sus sonrisas. Aquella
noche era como si el cielo se abriera para mí y el Gran Señor decidiera
regalarle un momento de gloria a Alejandrito. Al bueno de Alejandrito. Al
hereje de Alejandrito.
Había estado bebiendo en el bar de Siro. Siro era un viejo asqueroso con
la suficiente pasta como para abrir un bar y la suficiente inteligencia como
para contratar a dos camareras macizas que se encargaran de él. Encajado en la
esquina de la barra, había bebido y había vuelto a beber. Bebí hasta perder la
noción del tiempo y del espacio. En un momento que bien podría haber sido
cualquier otro unas piernas montadas sobre dos imponentes botas de tacones
hasta las rodillas irrumpieron en mi campo de visión. Eran dos piernas enormes
y bien hechas y yo siempre fui muy de piernas, y más cuando están escondidas
tras unas medias semitransparentes por las que se adivina un glorioso color
carne. El resto era una mini-minifalda y una camisa medio desabrochada por la
que asomaba un seno, es decir: dos medios senos.
Venía a por tabaco y esperaba a que la camarera le hiciese caso para
activar la maquinita. En la espera me miró y le sonreí como quien ve un conocido
a lo lejos. Ella dijo algo así como «buen provecho», y yo le dije «claro,
claro». También le ofrecí una copa y, tras negarse y comprar la cajetilla,
regresó con un pitillo en la boca y reclamándole un vodka negro a la misma
camarera.
Después hablamos y hablamos. O mejor dicho, habló y habló y yo hacía
como que escuchaba mientras ideaba una estrategia. No hizo falta gran cosa
porque se notaba que ella quería.
Incluso pude permitirme el lujo de apartar la mirada de sus ojos y examinarla
de arriba abajo para concluir que no podía valer más la pena. Como tampoco se
me pasó del todo la borrachera no recuerdo exactamente qué sucedió después,
pero sí que pagué la cuenta y cuando salí del bar y monté en el coche por la
puerta del copiloto subían aquellas dos gloriosas piernas.
Por cierto, se llamaba Eli.
Así que cuando Eli y yo entramos en el apartamento yo rezumaba calor y
Eli la necesitaba. Sólo fue necesario que ella fuese a un baño y yo al otro
para reencontrarnos en el pasillo y no necesitar habitación alguna para
empezar. Lo había hecho en la lavadora, en la encimera, en el mueblecito de la
entrada, debajo de la mesa del comedor y, por supuesto, en los dos cuartos de
baño. Pero en el pasillo nunca.
Después de besarnos con cierta pasión sabíamos que no estábamos allí
para tonterías. Los besos sólo servirían para avivar un poco más las llamas.
Enseguida la sujeté con fuerza por las dos muñecas y le di la vuelta. La
empotré contra los picos de la pintura de la pared y le trabajé las orejas y el
cuello. Ella serpenteaba y tenía la piel de gallina. Jesucristo nos miraba
desde un crucifijo que la vieja dueña del apartamento me había pedido por dios
que no retirase. «Gracias, amigo», le dije al barbudo crucificado.
Sujeté sus dos muñecas con una sola mano e hice más fuerza contra la
pared. Luego me las arreglé para que mi otra mano juguetease entre su ropa.
Primero por arriba y luego por abajo. Utilizando el zapato golpeé sus tacones
forzándola a abrir sus piernas todo lo que la flexibilidad de la mini-mini
falda le permitía. Suficiente. Ella apoyaba una mejilla contra la pared y no
abría los ojos. Se notaba que no estaba acostumbrada a aquellos juegos pero
quería aprender. Mi mano libre volvió a su parte de atrás. Se metió tras la
mini-mini falda y acarició las dos nalgas. Luego buscó el final de las medias y
tiró hacia abajo. Costaba un poco deshacerse de ellas y Eli se ofreció a
ayudarme. Pero yo no se lo permití. Finalmente lo conseguí: la terminación de
las medias asomaba bajo la faldita y se veía un trozo de pierna. Entonces
toqueteé un poco más el culo y allí adentro y sólo después me bajé la
cremallera y eché los calzoncillos a un lado.
Eli y yo sabíamos lo que venía a continuación. Abrió los ojos un momento
y volvió a cerrarlos. Yo la miré y la lamí por donde pude. Después me aparté
unos centímetros y la vi un poco mejor en su conjunto. Giré la cabeza hacia
Jesucristo y le guiñé un ojo.
Estaba a punto de arruinarme y era carne de suicidio. De hecho le había
sonsacado a un amigo médico qué combinación de medicamentos debía ingerir para
que la cosa fuese rápida e indolora. Había barajado también lo alto de un
edificio y la vieja escopeta de caza.
Sin embargo los entendidos tenían razón: a veces la vida te sonríe. La
vida a veces puede ser maravillosa.
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