Tiene cierta
edad, más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Es alto y calvo, con cara
de mala hostia y de subnormal a partes iguales.
Cuando se
despierta nadie le abraza ni le da los buenos días. ¿Quién querría hacer
semejante cosa? Sólo su madre, una decrépita anciana de incomprensible
paciencia e inocente hasta la estupidez, se digna en hacerle todavía el
desayuno, lavarle los calzoncillos, plancharle las camisas y acordarse de él el
día de su cumpleaños. Cuando se muera la vieja él no tardará en desnutrirse, intoxicarse
con su propia basura o tirarse de un puente ante su incapacidad para sobrevivir
por sí mismo.
A las once
está en el bar de al lado de la Garimbería. Por nada faltaría a su cita con La
Voz de Galicia, la cañita, el pincho de callos o de tortilla y el viejo de
detrás de la barra que, como él, no tiene mayor entretenimiento que morirse del
asco hasta que la muerte real se los lleve de una puta vez.
A las doce
empieza su turno en la Garimbería. A las ocho de la tarde debería estar fuera
pero él prefiere las horas extra porque: ¿qué iba a hacer si no? Hace años que
se aburrió de los puticlubs y desde los treinta no folla sin pagar. Ni siquiera
existen amigos con quienes compartir penas, no sea que se les contagie algo. El
cementerio está lleno de ricos y su cuenta bancaria presentará un bonito saldo
en el infierno. Los jefes no saben que el muy desgraciado trabajaría gratis.
Y durante
toda esa jornada se dedica a ser el mayor hijoputa en la hostelería de la
ciudad. Acumula cuarenta hojas a su nombre en el libro de reclamaciones. Los
jefes le han llamado pero él se ríe. Se descojona porque sabe que despedirle
les saldría por un pico y desde hace años el negocio se mantiene al límite.
¿Qué tiene que perder manteniéndose en su incompetencia? Nada, tristemente,
nada.
Así que
puede seguir jodiendo a la clientela bajo patente de corso. Puede meterse los
mocos mientras reparte un puñado de cañas. O toser sin ponerse la mano delante
del chorro de cerveza. O servir las cañas sobre un vaso al que ni siquiera le
limpia los posos del cliente anterior. O arrojar el cambio a la barra cuando el
cliente espera con la mano abierta. O decir «ahí no te sirvo que no es mi zona»
cuando acaba de servir a una tía buena en esa misma zona. O hacer como que no
ve al tío una fila más atrás que lleva media hora levantando la mano pidiendo
dos cañas. O recoger las patatas que se le han caído sobre el lavavajillas para
servirlas igualmente. O asegurar que ha servido una caña de más y cobrarla
cuando sabe que no ha sido así. O negarse a servir cuando pasan unos segundos
de la hora por mucho que el cliente lleve un rato esperando a que le atiendan.
Hasta que se
jubile, si antes no le dan una paliza de muerte, la Garimbería no será el mejor
local de la ciudad gracias a él.
En fin, que
se merecía que alguien le pusiera en su sitio. Yo por lo menos me he quedado a
gusto. Imbécil.
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