2 feb 2014

Para el camarero que tú y yo sabemos

Tiene cierta edad, más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Es alto y calvo, con cara de mala hostia y de subnormal a partes iguales.
Cuando se despierta nadie le abraza ni le da los buenos días. ¿Quién querría hacer semejante cosa? Sólo su madre, una decrépita anciana de incomprensible paciencia e inocente hasta la estupidez, se digna en hacerle todavía el desayuno, lavarle los calzoncillos, plancharle las camisas y acordarse de él el día de su cumpleaños. Cuando se muera la vieja él no tardará en desnutrirse, intoxicarse con su propia basura o tirarse de un puente ante su incapacidad para sobrevivir por sí mismo.
A las once está en el bar de al lado de la Garimbería. Por nada faltaría a su cita con La Voz de Galicia, la cañita, el pincho de callos o de tortilla y el viejo de detrás de la barra que, como él, no tiene mayor entretenimiento que morirse del asco hasta que la muerte real se los lleve de una puta vez.
A las doce empieza su turno en la Garimbería. A las ocho de la tarde debería estar fuera pero él prefiere las horas extra porque: ¿qué iba a hacer si no? Hace años que se aburrió de los puticlubs y desde los treinta no folla sin pagar. Ni siquiera existen amigos con quienes compartir penas, no sea que se les contagie algo. El cementerio está lleno de ricos y su cuenta bancaria presentará un bonito saldo en el infierno. Los jefes no saben que el muy desgraciado trabajaría gratis.
Y durante toda esa jornada se dedica a ser el mayor hijoputa en la hostelería de la ciudad. Acumula cuarenta hojas a su nombre en el libro de reclamaciones. Los jefes le han llamado pero él se ríe. Se descojona porque sabe que despedirle les saldría por un pico y desde hace años el negocio se mantiene al límite. ¿Qué tiene que perder manteniéndose en su incompetencia? Nada, tristemente, nada.
Así que puede seguir jodiendo a la clientela bajo patente de corso. Puede meterse los mocos mientras reparte un puñado de cañas. O toser sin ponerse la mano delante del chorro de cerveza. O servir las cañas sobre un vaso al que ni siquiera le limpia los posos del cliente anterior. O arrojar el cambio a la barra cuando el cliente espera con la mano abierta. O decir «ahí no te sirvo que no es mi zona» cuando acaba de servir a una tía buena en esa misma zona. O hacer como que no ve al tío una fila más atrás que lleva media hora levantando la mano pidiendo dos cañas. O recoger las patatas que se le han caído sobre el lavavajillas para servirlas igualmente. O asegurar que ha servido una caña de más y cobrarla cuando sabe que no ha sido así. O negarse a servir cuando pasan unos segundos de la hora por mucho que el cliente lleve un rato esperando a que le atiendan.
Hasta que se jubile, si antes no le dan una paliza de muerte, la Garimbería no será el mejor local de la ciudad gracias a él.
En fin, que se merecía que alguien le pusiera en su sitio. Yo por lo menos me he quedado a gusto. Imbécil.

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