Mi amigo el
informático andaba en sus negocios desde hacía un tiempo. Estaba convencido de
que tardaría muy poco en hacerse millonario y yo le creí. Sí, le creí, porque
mi amigo es de esos tipos que nunca habla por hablar, así que en medio del
secretismo que envolvía su trabajo diario sabía que un día le llamaría y le
preguntaría:
—¿Ya eres millonario?
A lo que él me
respondería:
—Sí. Ya soy
millonario.
Pero resulta que me
llamó él a mí, cosa poco habitual, para preguntarme discretamente si me podía
acercar al laboratorio donde trabajaba con su socio, pues se traía algo entre
manos. Cuando llegué me lo dijo:
—Éste es el invento.
Sobre la mesa había
unas gafas bastante contundentes, más bien poco estéticas y con pinta de
armatoste.
—Es sólo un prototipo
—siguió—, pero vas a flipar. Lo hemos probado nosotros y un par de compañeros
más. Hasta ahora ha funcionado.
Me lo explicó muy por
encima. Las gafas eran una máquina del tiempo hacia adelante. Es decir: te las
ponías y podías ver el futuro. No veías desde fuera una imagen de ti mismo
dentro de unos años, no, estabas dentro, estabas viviendo lo que te pasaba en
el momento que indicases en unas ruedecitas laterales.
—Prueba —dijo—.
Necesitamos una muestra más amplia antes de patentarlas.
Me las puse. Pesaban como
unos cinco kilos. Veía el laboratorio y los veía a ellos. Era el presente.
—Dinos un momento al
que quieras viajar. Puede ser como mucho diez años. No hemos logrado ir más
allá. Se nos salía del presupuesto.
Le dije que pusiera
eso, diez años. En realidad yo no me creía nada de aquello. Más bien les seguía
el juego. Giró la ruedecita.
—¿Preparado? Notarás
una sacudida al entrar en el agujero de gusano. Pero tranquilo. No duele. Vamos
a poner dos minutos, ¿vale? Después nos dices qué tal.
Les di el okey y mi
amigo pulsó un interruptor. La sacudida fue brusca pero efectivamente indolora.
Todo se volvió blanco y escuchaba como si viajase en un avión o una nave.
De pronto el sonido desapareció.
Esperaba entonces que mi campo de visión se llenase de paisajes o personas que
todavía no conocía o que habían envejecido. Esperaba verme casado o con hijos.
Esperaba verme con un traje conduciendo un deportivo. Esperaba tomar cerveza
con los amigos en un bar nuevo. Pero lo que vi fue la nada. Todo seguía negro
como un abismo y en el más puro silencio. Dije algo así como que aquello no iba pero no hubo respuesta. La
negrura persistía. Entonces me pareció ver algún puntito blanco aquí y allá,
alguna luz a lo lejos, y escuchar un leve sonido que enseguida se disipaba. No
encontraba nada. No tenía adonde moverme. Me invadía la sensación de caerme en
cuanto daba un paso.
Hasta que noté la
misma sacudida que al empezar y apareció de nuevo el laboratorio. Mi amigo me
quitó las gafas con cuidado.
—¿No escuchabais? —les
pregunté—. Os decía que no veía nada.
—Obviamente no. No te
escuchábamos porque tú estabas en el futuro y nosotros en el presente. Había
diez años de diferencia entre tú y nosotros.
—Pues entonces —concluí—
la máquina sólo sirve para llevarse una buena sacudida porque no he visto nada.
—¡Imposible!
¡IMPOSIBLE! —me juraron.
Les expliqué con
detalle todo lo que recordaba de mi experiencia. Aquello no les cuadraba para
nada. Aseguraron que tendrían que hacerle algún que otro ajuste a las gafas
antes de patentarlas para evitar fiascos como el mío. Buscaban explicaciones:
que si teorías del multiverso, agujeros de gusano alternativos, microchips más
avanzados. Todo chorradas hasta que a mí se me ocurrió la feliz idea:
—Quietos paraos.
Me escucharon:
—Que puede que en
realidad haya funcionado.
—¿Cómo?
—Sí, ¿cómo?
Suspiré. No me gustaba
lo que iba a decir.
—Puede que la
oscuridad y las luces débiles y los sonidos lejanos hayan sido reales.
—Nunca ha pasado.
—No, jamás. ¿Qué clase
de futuro es ese?
Les miré fijamente:
—El futuro de un
hombre muerto.
El compañero de mi
amigo casi se desmaya. Después de que nadie hablase por un rato me eché a reír.
No sé por qué lo hice pero me reí a carcajada limpia.
—Sí. Podría ser
pero... —mi amigo intentaba consolarme.
—No te preocupes —puse
una mano en su hombro—. Es un invento cojonudo. Espectacular. Yo de vosotros
me apuraría a patentarlo.
Poco a poco
recuperaron el ánimo. ¿Qué culpa podrían tener ellos de que en unos años yo
fuera fiambre? Me despedí:
—Un gran invento. De
verdad. Lo mejor que he visto.
Salí por la puerta.
Crucé la calle y miré a un lado y a otro. No venía ningún coche. Al menos no
moriría atropellado en ese momento. Un alivio.
Todo un invento esas
gafas. Sí señor. Ahora, a esperar a que el hombre de la guadaña llame a mis
puertas cualquier día de estos.
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