8 feb 2014

Un gran invento

Mi amigo el informático andaba en sus negocios desde hacía un tiempo. Estaba convencido de que tardaría muy poco en hacerse millonario y yo le creí. Sí, le creí, porque mi amigo es de esos tipos que nunca habla por hablar, así que en medio del secretismo que envolvía su trabajo diario sabía que un día le llamaría y le preguntaría:
—¿Ya eres millonario?
A lo que él me respondería:
—Sí. Ya soy millonario.
Pero resulta que me llamó él a mí, cosa poco habitual, para preguntarme discretamente si me podía acercar al laboratorio donde trabajaba con su socio, pues se traía algo entre manos. Cuando llegué me lo dijo:
—Éste es el invento.
Sobre la mesa había unas gafas bastante contundentes, más bien poco estéticas y con pinta de armatoste.
—Es sólo un prototipo —siguió—, pero vas a flipar. Lo hemos probado nosotros y un par de compañeros más. Hasta ahora ha funcionado.
Me lo explicó muy por encima. Las gafas eran una máquina del tiempo hacia adelante. Es decir: te las ponías y podías ver el futuro. No veías desde fuera una imagen de ti mismo dentro de unos años, no, estabas dentro, estabas viviendo lo que te pasaba en el momento que indicases en unas ruedecitas laterales.
—Prueba —dijo—. Necesitamos una muestra más amplia antes de patentarlas.
Me las puse. Pesaban como unos cinco kilos. Veía el laboratorio y los veía a ellos. Era el presente.
—Dinos un momento al que quieras viajar. Puede ser como mucho diez años. No hemos logrado ir más allá. Se nos salía del presupuesto.
Le dije que pusiera eso, diez años. En realidad yo no me creía nada de aquello. Más bien les seguía el juego. Giró la ruedecita.
—¿Preparado? Notarás una sacudida al entrar en el agujero de gusano. Pero tranquilo. No duele. Vamos a poner dos minutos, ¿vale? Después nos dices qué tal.
Les di el okey y mi amigo pulsó un interruptor. La sacudida fue brusca pero efectivamente indolora. Todo se volvió blanco y escuchaba como si viajase en un avión o una nave.
De pronto el sonido desapareció. Esperaba entonces que mi campo de visión se llenase de paisajes o personas que todavía no conocía o que habían envejecido. Esperaba verme casado o con hijos. Esperaba verme con un traje conduciendo un deportivo. Esperaba tomar cerveza con los amigos en un bar nuevo. Pero lo que vi fue la nada. Todo seguía negro como un abismo y en el más puro silencio. Dije algo así como que aquello no iba pero no hubo respuesta. La negrura persistía. Entonces me pareció ver algún puntito blanco aquí y allá, alguna luz a lo lejos, y escuchar un leve sonido que enseguida se disipaba. No encontraba nada. No tenía adonde moverme. Me invadía la sensación de caerme en cuanto daba un paso.
Hasta que noté la misma sacudida que al empezar y apareció de nuevo el laboratorio. Mi amigo me quitó las gafas con cuidado.
—¿No escuchabais? —les pregunté—. Os decía que no veía nada.
—Obviamente no. No te escuchábamos porque tú estabas en el futuro y nosotros en el presente. Había diez años de diferencia entre tú y nosotros.
—Pues entonces —concluí— la máquina sólo sirve para llevarse una buena sacudida porque no he visto nada.
—¡Imposible! ¡IMPOSIBLE! —me juraron.
Les expliqué con detalle todo lo que recordaba de mi experiencia. Aquello no les cuadraba para nada. Aseguraron que tendrían que hacerle algún que otro ajuste a las gafas antes de patentarlas para evitar fiascos como el mío. Buscaban explicaciones: que si teorías del multiverso, agujeros de gusano alternativos, microchips más avanzados. Todo chorradas hasta que a mí se me ocurrió la feliz idea:
Quietos paraos.
Me escucharon:
—Que puede que en realidad haya funcionado.
—¿Cómo?
—Sí, ¿cómo?
Suspiré. No me gustaba lo que iba a decir.
—Puede que la oscuridad y las luces débiles y los sonidos lejanos hayan sido reales.
—Nunca ha pasado.
—No, jamás. ¿Qué clase de futuro es ese?
Les miré fijamente:
—El futuro de un hombre muerto.
El compañero de mi amigo casi se desmaya. Después de que nadie hablase por un rato me eché a reír. No sé por qué lo hice pero me reí a carcajada limpia.
—Sí. Podría ser pero... —mi amigo intentaba consolarme.
—No te preocupes —puse una mano en su hombro—. Es un invento cojonudo. Espectacular. Yo de vosotros me  apuraría a patentarlo.
Poco a poco recuperaron el ánimo. ¿Qué culpa podrían tener ellos de que en unos años yo fuera fiambre? Me despedí:
—Un gran invento. De verdad. Lo mejor que he visto.
Salí por la puerta. Crucé la calle y miré a un lado y a otro. No venía ningún coche. Al menos no moriría atropellado en ese momento. Un alivio.
Todo un invento esas gafas. Sí señor. Ahora, a esperar a que el hombre de la guadaña llame a mis puertas cualquier día de estos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario