Mi
vida era un auténtico aburrimiento. De casa al trabajo. Del trabajo a casa. Una
buena cena y un polvo de vez en cuando y para de contar. Pero me aburría, me
aburría, ¡me aburría!, y eso no podía soportarlo. Tic, tac, tic, tac, escuchaba
el reloj vital de mi cabeza. ¡Basta!, me dije, y tomé las riendas de mi tiempo
para evitar volver a pronunciar la terrible palabra.
Vida
social, eso es. Me falta activar un poco mi vida social, pensé. Así que me
recorrí con mis amigos todas las verbenas de pueblo en pueblo, organicé
tremendas cenas-juergas en casa y los convencí para pasar una semana loca en el
Caribe. También con mi novia, pobre de ella, me hice unas cuantas escapadas de
fin de semana a casas rurales y, durante un mes, le escribí un poema por día
que le mandaba por carta o por mail.
No
bastaba. Tenía también que dedicarme a mí mismo. Un poco de cultura. ¡Bien!,
¡culturízate! Me leí los siete libros de "En busca del tiempo
perdido", me apunté a clases de chino, hice un curso de veinticinco horas
de escritura creativa, un master on-line de relatividad general y cada viernes
acudía a un coloquio para jóvenes lectores y escritores que resultó una jauría
de borrachos petulantes.
Algo
de deporte me vendrá bien, me decía. El deporte es bueno para el cuerpo y para
el alma. Fui a clases de yoga, GAP y pilates, aprendí a hacer surf y a bucear a
diez metros de profundidad, preparé y corrí la maratón en menos de tres horas,
me llevé a los amigos a los karts y al paintball y hasta hice rafting,
kitesurf, puenting y paracaidismo.
Y aún
así no me llegaba. Por eso actualicé todas mis redes sociales e hice centenares
de amigos, recogí perros y gatos abandonados en las calles, fui a clases de
guitarra eléctrica y pinté cuadros al óleo que traté de vender por internet,
hice un curso de alta cocina y me compré un telescopio para ver las estrellas y
espiar a las vecinas.
Pero
también practiqué autobotellones yo solito en mi habitación, me monté en un
tren sin saber adónde se dirigía, escribí
mensajes en una botella que luego solté en el Atlántico, me leí un libro de
sexo tántrico y me apunté a una extraña secta satánica hasta que una buena
noche sacaron los cuchillos para una especie de rito de sangre.
Así
me convertí en el tío más ocupado del mundo. Ya no había aburrimiento. Ya no
todo era de casa al trabajo y viceversa. Pero desde entonces una pregunta me
invade las entrañas y no me deja en paz: ¿quién soy yo?, ¿qué coño soy?
Desaparecí como ser para convertirme en acción. Ya no existo sino como un
cúmulo de actividades estúpidas. Mi alma se ha escapado de mi cuerpo desde el
mismo momento en que dejé de aburrirme. Tengo que pedir ayuda pero no sé a
quién. Probaré a aburrirme a ver si mi alma regresa. ¡Pero odio el
aburrimiento! Ya, pero ¡quiero volver a ser yo! Esto es un agobio, una tortura
constante. Ya no siento, no padezco. Ya no pienso, actúo. Ya no deseo, hago.
No me
digáis que la vida no es una mierda.
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