23 may 2014

Un mal sitio donde pasar la noche

Uno nunca se acostumbra a dormir fuera de casa pero a veces es lo que hay. Ninguna compañera se ofreció a acogerme en su cama así que no me quedó otra que buscar en google hoteles u hostales en la ciudad y reservar en el más barato que no tuviera pinta de asqueroso.
Después de la cena vinieron el baile y unas cuantas copas y después, cada uno a su casa junto a su mujer o su marido o su perro o su gato o su osito de peluche. Todos menos yo, que caminé una buena tirada hasta encontrar en una esquina el luminoso del Escarlata. ¡Bingo!
Cuando entré no era como lo recordaba de por la tarde. Había una especie de humo y olor a droga y colonia barata en la atmósfera. Diez o doce tipos bebían en la barra y dos o tres negros merodeaban por allí cuidando que todo estuviese en orden. Era la cafetería en la que esperaba tomarme el colacao con una napolitana el día siguiente y sin embargo parecía otra cosa. Me postré en una de las mesas libres.
—¿Qué quieres? —me preguntó la camarera, una señorita de no más de treinta pero con arrugas de cincuenta que decían: asco de vida.
—Ron con cocacola. Gracias.
Me lo puso en un tris.
—Se paga al momento —me dijo la joven vieja.
—Perfecto.
—Son ocho euros.
—Joder.
Saqué la cartera y el dinero. Ocho euros. Con dos copas y media pagaba otra habitación. En fin, pensé, así son las cosas por aquí.
Lo raro vino después. Una puerta se abrió y entraron cuatro mujeres. Intentaban ser provocativas y elegantes, con peinados de la peluquería y los labios y los ojos pintados y vestidos ajustados y tacones altos. Estaba claro lo que eran.
Se distribuyeron por el bar. Tres de ellas se mezclaron con los asquerosos que tragaban alcohol en la barra. Tenían pinta de conocerlos. Una cuarta habló con un negro y después se acercó a mi mesa. Sí, se estaba acercando a mi mesa una cosa más negra que morena con una coleta que le nacía en lo alto de la cabeza, una sonrisa que evidenciaba que necesitaba una visita al dentista, un escote generoso, más generoso que los pechos que difícilmente podían crecerle con cualquier vestido que se pusiera, la piel carcomida también por el asco de vida que llevaba, el culo de tres o cuatro kilos de más y las piernas celulíticas. Se acercaba y se acercaba. Se meneaba bien, eso sí. De pronto estaba sentada en el sillón de enfrente, mirándome coqueta, y yo no podía sentir vergüenza porque llevaba en la sangre suficiente alcohol como para desinhibirme de casi cualquier situación embarazosa.
—Me llamo Linda —dijo—. ¿Tú?
Le dije mi nombre.
—¿Y estás solito?
¿Qué era aquello, pensé? ¿Qué trataba de conseguir? ¿Así se conquista a un cliente?
—Lo estoy —dije.
—Ahora ya no —dijo Linda—. ¿Me invitas a tomar algo?
Puse mala cara. No quería invitarle. Cuestión de precio simplemente.
—No importa —dijo—. María, lo de siempre.
Vino María, la joven vieja, con una copa indescifrable que le puso una sonrisa en la cara a Linda.
—Háblame de ti —me dijo.
—No tengo una vida interesante.
—No lo creo.
—Es cierto. Posiblemente tú tengas mejores historias que contar que yo.
Calló y bebió. Se notaba que guardaba esas buenas historias.
—Puedes hablar si quieres —le dije.
—Aquí el que habla es el cliente.
Se calló otra vez y volvió a beber. Creo que había dejado de gustarle. Se puso seria y me miró:
—Iremos al grano entonces. Sesenta por una hora.
—¿Una hora de qué?
—¿Eres imbécil o qué te pasa? —se enfadó.
—Ah, vale. No, gracias.
—¿No quieres? ¿Es que no te pongo lo suficiente? ¿Es que prefieres a otra?
—No, no es eso.
—¿Eres marica?
—No, por dios.
—¿Entonces? ¿A qué coño has venido?
—Sólo a beber y a pasar la noche.
—A beber y a pasar la noche, ¿eh?
—Sí, a beber y a pasar la noche. En una habitación. Yo solito. Tranquilamente.
—La primera vez en cinco años que llevo aquí que alguien viene a dormir solamente.
—Yo soy el primer sorprendido.
—Porque sabes qué clase de local es este, ¿verdad?
—Lo acabo de descubrir.
—Pues elige bien la próxima vez.
—Lo haré.
Linda se terminó su copa indescifrable y se levantó. Habló con un negro y ambos se rieron, supongo que de mí.
Yo me terminé mi copa y me levanté también. El olor a humo y droga y colonia se habían ido. O yo era todo humo y vino y colonia, ¿quién sabe? Me despedí con un gesto de Linda y de María. Ninguna me contestó. Saqué del bolsillo la llave de la habitación. La número trece. Subí las escaleras y metí la llave. Funcionaba. Todo estaba como lo había dejado por la tarde: ¿qué clase de broma era aquella?
Me tumbé sobre la cama y decidí dormir sobre una toalla limpia del cuarto de baño: a saber la de efluvios hediondos y demás purulencias que podía haber entre las mantas y las sábanas.
Escuché cómo otros clientes subían con chicas e, incluso, me pareció escuchar la voz de Linda que se metía con alguien en la habitación de al lado. Luego hubo unos cuantos golpes del cabecero de la cama contra la pared, unos diez minutos, hasta que por fin conseguí dormirme.
Lo más divertido fue decirle el día siguiente a mi mujer que había pasado la noche en un puticlub pero que no sucedió nada. Soy un buen chico y me creyó, y simplemente me dijo que dejase un comentario negativo en internet en la página del hostal. 

2 comentarios:

  1. Hola, me gustó el comienzo bastante, la copa indescifrable, Linda y María, espero tengas algún otro clímax y desenlace escondido por ahí, saludos.

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  2. Me ha gustado, sobre todo por la sorpresa de que uno de tus protagonistas tenga ocasión de follar y no lo haga. Tal vez sea que la situación no era la adecuada, tal vez pagar por hacerlo no le pone o tal vez, ¿quién sabe?, realmente era un buen chico.

    Muy bueno.

    Un abrazo!

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