Una
lámpara y una bombilla. Ese era todo el paisaje.
Luis
José llevaba dos horas tirado en la cama y mirando al techo. Había cambiado de
postura dos o tres veces y se había estirado el cuello por el dolor. Enseguida
la vista debía volver allí arriba. Allí estaba la bombilla. Aquella mágica y
maravillosa bombilla.
Había
encendido la luz y se había quedado mirándola. Sólo eso, mirándola. El resto
era parpadear y respirar, puede que alguna otra función vital que desconociese.
Era
una de esas bombillas de ahorro, que consumían poco a costa de un precio un
poco más elevado y de tener que esperar unos segundos para que ofrezcan su
máxima potencia lumínica. El casquillo estaba oculto, encajado en el enganche
de la lámpara. Luego tenía una semiesfera blanca decorativa y después estaba la
luz. Cuatro tubos de vidrio en forma de U muy largos y estrechos, dispuestos
simétricamente alrededor del centro de un círculo imaginario. No se veía el
filamento: era un misterio cómo salía la luz de ahí y, tratando de averiguarlo,
uno terminaba con la cabeza dolorida por la ceguera temporal. Había polvo sobre
la concavidad de la U, y también un poco a lo largo de los tubos y hacia la
semiesfera decorativa, y ya no digamos en el resto de la lámpara: hacía meses
que no limpiaba pero ¿a quién le podía importar? Luis José no había enfermado a
causa de eso y, al fin y al cabo, deshacerse del polvo era deshacerse de sus
propias células. ¿Quién sabía si en alguna de ellas se escondía su alma?
Una
sombra negra perfectamente circular se proyectaba sobre el vidrio de la
lámpara, arrugado para decorar y para contener más polvo. Eran dos mundos
diferenciados de sol y sombra. Abajo la luz, arriba la negrura. Volviendo la
vista a la bombilla, los bordes de los tubos de dibujaban con mayor definición,
pudiendo distinguir el fondo y otros detalles de polvo y quién sabe qué
misterios, pero enseguida los ojos se agotaban y exigían apartar la cabeza. Aún
así Luis José aguantaba cada vez más sin desviarse.
Después
bostezó y pensó un poco en el mundo más allá de la bombilla. Había gente,
trabajo, comida y algo de dinero. Poca cosa. Se dio cuenta de que el
aburrimiento, o más bien, el asco, estaban acabando con él. O mejor aún, lo
estaban matando. Luis José se moría.
Por
eso decidió no pensarlo más y regresar la vista a la bombilla. Allí seguía,
blanca y brillante, ¿qué más podía pedir?
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