La
habitación de Lidia era muy mona. Había quince o veinte libros en las
estanterías. Mala literatura, lecturas obligadas de la universidad. La cama
estaba llena de cojines rosas y blancos. Había una maceta con una planta de
flores rosas y una foto de un perro con el pelo rizo, aunque del perro no había
ni rastro. Por un momento me imaginé ese pelo rizo también rosa. Todo me
parecía muy rosa aunque si te fijabas no había tantas cosas de ese color.
—¿Estás ahí?
—dijo.
—Pues claro.
—Me alegra
que no te hayas ido.
—No era mi
intención.
—Ya salgo,
¿eh?
Estaba en el
baño. Desmaquillándose. A ver lo que salía de ahí...
Me senté en
el nórdico de la cama. Me apoyé en los codos y me abrí de piernas y taponé un
pedo para que no se me escapara. Un cuadro de unos caballos medía un metro por
un metro. Una cosa descomunal. Al lado había un par de estanterías con peluches
y muñecos. Recuerdos de su infancia, supongo.
—¿Listo?
—dijo.
—Listo.
En realidad
estaba listo desde la primera cita, pero a veces las mujeres quieren que el
asunto sea especial. En fin, todos tenemos nuestras cosas.
Se abrió la
puerta del baño e hizo aparición. Llevaba un miniconjunto negro por el que le
asomaba la mitad de las tetas y la mitad del culo, amén de las piernecitas que
se le venían enteras. Era de encaje y transparente entre el pecho y la cintura.
Una cosa fina. Parecía una diosa bajada a la tierra. Por un momento me sentí
indigno. Sufrí una enorme erección.
Venía hacia
mí. Me levanté y me puse a su altura.
—¿Qué tal?
—dijo.
—Buf.
—¿Seguro?
—Buf, buf,
buf.
La agarré
por la cintura como si fuera a zarandearla. Olía a colonia de frutas del
bosque.
—¿No dices
nada? —dijo.
—Me he
quedado sin palabras.
—Lo he
comprado especialmente para ti.
—Oh, vaya,
no tenías por qué...
—Sí, sí
tenía por qué. Te dije que iba a ser especial y tenía que ponerme guapa.
—Pues
créeme, lo has conseguido.
Besé su
cuello y bajé mis manos, jugueteando con su culo entre la tela y la piel.
Estaba a puntito de rompérseme el pantalón.
—Vamos
—dije.
La tiré en
la cama con cierta violencia mientras me sacaba el cinturón.
—Ja, jaja,
jaja. ¡Qué bruto!
Le trabajé
un poco más el cuello y bajé hacia el pecho. Le sorbí los pezones.
—Ay, dios,
¡qué bestia!
—Es que no
sabes cuánto me pones.
—Sí, sí, se
nota, pero... ¡tranquilízate!
No entendí
muy bien eso. ¿Cómo iba a tranquilizarme?
—Dios, ¡qué
ímpetu! —dijo.
Bajé un
ratito al pilón, con ropa puesta y todo. Tampoco me molesté en quitarle la
suya. Ella gimoteó un poco.
Cuando salí
de allí abajo tarde cero coma en despelotarme. La besé mientras se la metía.
Por algún motivo tenía la impresión de que no le gustaría presenciar el momento
en que mi pajarito entrara en ella y por eso le evité el disgusto.
—¡Ay! —dijo.
Estaba
dentro. Culeé un rato. Lo típico: cambios de ritmo, movimientos circulares.
Unos minutos. El perro me miraba con su pelo rizo. Casi le guiño un ojo.
—Tendrás que
ponerte algo, ¿no? —dijo.
—¿Qué?
—Un condón,
¿no tienes?
—Ah, sí.
Sí, claro,
había que ponérselo. Ella me besó mientras lo hacía, como si tratara de
consolarme. Evidentemente la cosa iría un poco peor.
—Ven —dijo—,
me pondré así.
Hizo una
cosa rara con las piernas y me obligó a ponerme de lado. Ahora los caballos me
miraban. Parecía que iban a salirse del cuadro y darme de coces por tirarme a
aquel angelito.
—Me gusta,
¿oíste? —dijo.
Le apreté la
piel y seguí dándole. Me acercaba al momento. Lo sentía. Cuando estaba a punto
se lo dije y ella dijo adelante, así que la apreté hasta dejarle la piel morada
y me corrí como no recordaba, emitiendo un mínimo ruidito de placer mientras
ella gritaba de verdad, como si le hubiera gustado más que a mí.
—Muy bien
—dijo.
Saqué
aquella cosa de dentro y me quité el plastiquito empapado. Lo deposité sobre un
pañuelo de papel que había en la mesita, junto al perro de pelo rizo.
Terminé de
limpiarme y me quedé tendido sobre el nórdico. Ella se fue un momento al baño y
volvió. Se tumbó junto a mí y me abrazó, apoyando la cabeza en el pecho y
poniendo una de sus piernas sobre las mías.
Yo miré al
frente. Allí seguían los caballos. Acaricé un poco a Lidia y después
simplemente permanecí inmóvil. Era una buena chica. No habló en el postcoito,
¿qué más podía pedir? Tenía una habitación muy mona. Todo muy rosa, pero muy
mona. Al otro lado de la pared el mundo era peor que allí dentro. La gente se
había vuelto un poco majara. Mariano Rajoy seguía siendo el presidente. Me
pregunté cómo serían sus postcoitos. Luego volví a acariciar a Lidia, le dije
que tenía frío, me puse la camiseta e intenté dormirme.
Me ha encantado esta contraposición del mundo rosa al negro del exterior. Vamos, ni punto de comparación. Que Dios te conserve tu literario subidón hormonal, que se adivina testosterona en cada una de tus frases. Eso sí, ligero bajoncillo al tratar de imaginarme el postcoito de Rajoy. Yo creo que consiste en darle al botón de apagado en el mando a distancia, pues para mí que hasta por el plasma folla.
ResponderEliminarUn saludo!