12 jun 2014

Una habitación muy rosa

La habitación de Lidia era muy mona. Había quince o veinte libros en las estanterías. Mala literatura, lecturas obligadas de la universidad. La cama estaba llena de cojines rosas y blancos. Había una maceta con una planta de flores rosas y una foto de un perro con el pelo rizo, aunque del perro no había ni rastro. Por un momento me imaginé ese pelo rizo también rosa. Todo me parecía muy rosa aunque si te fijabas no había tantas cosas de ese color.
—¿Estás ahí? —dijo.
—Pues claro.
—Me alegra que no te hayas ido.
—No era mi intención.
—Ya salgo, ¿eh?
Estaba en el baño. Desmaquillándose. A ver lo que salía de ahí...
Me senté en el nórdico de la cama. Me apoyé en los codos y me abrí de piernas y taponé un pedo para que no se me escapara. Un cuadro de unos caballos medía un metro por un metro. Una cosa descomunal. Al lado había un par de estanterías con peluches y muñecos. Recuerdos de su infancia, supongo.
—¿Listo? —dijo.
—Listo.
En realidad estaba listo desde la primera cita, pero a veces las mujeres quieren que el asunto sea especial. En fin, todos tenemos nuestras cosas.
Se abrió la puerta del baño e hizo aparición. Llevaba un miniconjunto negro por el que le asomaba la mitad de las tetas y la mitad del culo, amén de las piernecitas que se le venían enteras. Era de encaje y transparente entre el pecho y la cintura. Una cosa fina. Parecía una diosa bajada a la tierra. Por un momento me sentí indigno. Sufrí una enorme erección.
Venía hacia mí. Me levanté y me puse a su altura.
—¿Qué tal? —dijo.
—Buf.
—¿Seguro?
—Buf, buf, buf.
La agarré por la cintura como si fuera a zarandearla. Olía a colonia de frutas del bosque.
—¿No dices nada? —dijo.
—Me he quedado sin palabras.
—Lo he comprado especialmente para ti.
—Oh, vaya, no tenías por qué...
—Sí, sí tenía por qué. Te dije que iba a ser especial y tenía que ponerme guapa.
—Pues créeme, lo has conseguido.
Besé su cuello y bajé mis manos, jugueteando con su culo entre la tela y la piel. Estaba a puntito de rompérseme el pantalón.
—Vamos —dije.
La tiré en la cama con cierta violencia mientras me sacaba el cinturón.
—Ja, jaja, jaja. ¡Qué bruto!
Le trabajé un poco más el cuello y bajé hacia el pecho. Le sorbí los pezones.
—Ay, dios, ¡qué bestia!
—Es que no sabes cuánto me pones.
—Sí, sí, se nota, pero... ¡tranquilízate!
No entendí muy bien eso. ¿Cómo iba a tranquilizarme?
—Dios, ¡qué ímpetu! —dijo.
Bajé un ratito al pilón, con ropa puesta y todo. Tampoco me molesté en quitarle la suya. Ella gimoteó un poco.
Cuando salí de allí abajo tarde cero coma en despelotarme. La besé mientras se la metía. Por algún motivo tenía la impresión de que no le gustaría presenciar el momento en que mi pajarito entrara en ella y por eso le evité el disgusto.
—¡Ay! —dijo.
Estaba dentro. Culeé un rato. Lo típico: cambios de ritmo, movimientos circulares. Unos minutos. El perro me miraba con su pelo rizo. Casi le guiño un ojo.
—Tendrás que ponerte algo, ¿no? —dijo.
—¿Qué?
—Un condón, ¿no tienes?
—Ah, sí.
Sí, claro, había que ponérselo. Ella me besó mientras lo hacía, como si tratara de consolarme. Evidentemente la cosa iría un poco peor.
—Ven —dijo—, me pondré así.
Hizo una cosa rara con las piernas y me obligó a ponerme de lado. Ahora los caballos me miraban. Parecía que iban a salirse del cuadro y darme de coces por tirarme a aquel angelito.
—Me gusta, ¿oíste? —dijo.
Le apreté la piel y seguí dándole. Me acercaba al momento. Lo sentía. Cuando estaba a punto se lo dije y ella dijo adelante, así que la apreté hasta dejarle la piel morada y me corrí como no recordaba, emitiendo un mínimo ruidito de placer mientras ella gritaba de verdad, como si le hubiera gustado más que a mí.
—Muy bien —dijo.
Saqué aquella cosa de dentro y me quité el plastiquito empapado. Lo deposité sobre un pañuelo de papel que había en la mesita, junto al perro de pelo rizo.
Terminé de limpiarme y me quedé tendido sobre el nórdico. Ella se fue un momento al baño y volvió. Se tumbó junto a mí y me abrazó, apoyando la cabeza en el pecho y poniendo una de sus piernas sobre las mías.
Yo miré al frente. Allí seguían los caballos. Acaricé un poco a Lidia y después simplemente permanecí inmóvil. Era una buena chica. No habló en el postcoito, ¿qué más podía pedir? Tenía una habitación muy mona. Todo muy rosa, pero muy mona. Al otro lado de la pared el mundo era peor que allí dentro. La gente se había vuelto un poco majara. Mariano Rajoy seguía siendo el presidente. Me pregunté cómo serían sus postcoitos. Luego volví a acariciar a Lidia, le dije que tenía frío, me puse la camiseta e intenté dormirme.

1 comentario:

  1. Me ha encantado esta contraposición del mundo rosa al negro del exterior. Vamos, ni punto de comparación. Que Dios te conserve tu literario subidón hormonal, que se adivina testosterona en cada una de tus frases. Eso sí, ligero bajoncillo al tratar de imaginarme el postcoito de Rajoy. Yo creo que consiste en darle al botón de apagado en el mando a distancia, pues para mí que hasta por el plasma folla.

    Un saludo!

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