La señora estrenaba pluma de oro.
Un presente de su viejo amigo el marqués que aprovechaba la más mínima ocasión
para agasajar a la doña. Con suma delicadeza, escribía con trazo refinado una
misiva al gobernador, invitándole a visitar la hacienda para tratar asuntos
que, en palabras de la señora, no podrían resultarle de mayor interés.
Rechinaron las bisagras de la
puerta del despacho. A tales horas sólo podía ser el capataz quien viniera a
molestarla para darle cuenta de los trabajos realizados en los campos y en las
cuadras. Alzó la mirada y efectivamente: Horacio, que así se llamaba el hombre,
se acercaba con sigilo como si hubiera de guardar el sueño de un rorro, mas sus
gestos y sus andares poco tenían de cuidadosos a pesar de los intentos de la
señora por hacer de él un hombre digno.
Le quedaba el consuelo de que había aprendido a limpiarse las botas a
conciencia antes de atreverse a rozar cualquiera de las alfombras persas que ornamentaban
la mansión.
Horacio comenzó su relato. Varios
hombres habían holgazaneado a primera hora, hubo que arrancar unos cuantos
árboles que no terminaban de dar fruta en una zona de tierras más bien
pedregosas, los trabajos de la zanja para la nueva canalización marchaban según
lo previsto y los jornaleros nuevos parecían fuertes y obedientes.
La señora respondía con tímidos
movimientos de cabeza. Era parca en palabras y de verbo monosilábico, salvo
cuando el protocolo o las circunstancias extremas la obligaban a una diatriba
extensa y elocuente. Escuchaba al capataz y le respondía a sus preguntas. Las
órdenes eran claras y directas. Hacían un buen equipo después de incontables
años. Desde que enviudó, no tuvo la señora más remedio que aprenderlo todo
sobre sus posesiones si no quería perder su fortuna.
Allí seguía Horacio, dando cuenta
ahora de una yegua preñada y de unos gorrinos que se habían escapado hasta que
un mozo dio con ellos en el bosque. Escondido tras una barba descuidada, el
rostro del capataz reflejaba las cicatrices de una mísera infancia hasta que su
familia logró colarle en la hacienda para ayudar en las vendimias, una juventud
repleta de peleas y amores pasajeros y ahora, una madurez de soledad y bares de
mala muerte, con alguna que otra escapada al burdel para dar rienda suelta a
sus más bajos instintos. No había en la hacienda hombre como Horacio: una
máquina de mandar, pura eficacia.
En eso pensaba la señora cuando
el relato se terminaba, en que quizá nunca le había agradecido lo suficiente su
dedicación a la hacienda. Pero bien sabía que debía ser firme ante sus hombres
para anular cualquier atisbo de rebelión, y eso incluía a Horacio.
El capataz dio media vuelta no
sin antes recibir el visto bueno de la doña, en un gesto con sus labios que a
punto estuvo de transformarse en una sonrisa.
La puerta se cerró con un nuevo
chirrío de las bisagras. La señora volvía a estar sola. Ella, una grande de
España. La cuarta o quizá la tercera fortuna del país. Toda la dueña de un
imperio. Se miró en un pequeño espejo apoyado en la mesa y se dijo que podía
estar orgullosa. Sintió que se merecía unos segundos de reflexión y después
volvió a sus tareas. Iba a tomar de nuevo la pluma pero no llegó a hacerlo. En
lugar de eso, tras un leve pensamiento escandaloso, dirigió su mano hacia su
blusa, negra por el luto que todavía respetaba desde dios sabía cuándo, luego
la bajó y la deslizó bajo sus faldas. Cerró los ojos, apartó las enaguas y con
suaves movimientos circulares recordó a aquel maravilloso hombre que acababa de
abandonar su despacho. Por muy señora que fuera, durante unos cuantos minutos
también ella se merecía ser mujer y nadie se lo impediría.
Una vez más, tengo que felicitarte. Acostumbrado a leer relatos tuyos con un estilo muy directo y coloquial, me ha sorprendido encontrarme con un registro diferente en esta ocasión, en cierto modo más clásico. Eso sí, el final del relato es inconfundiblemente tuyo, con esa señora decidida a ser mujer. Algo que me gusta mucho de tus escritos es que siempre describes muy bien la naturaleza humana, esa más oculta de la que nadie habla.
ResponderEliminarEl único que me ha chirriado un poco es que no he podido evitar a la duquesa de Alba tocándose por debajo de la falda. Veremos como lo supero.
Un abrazo!
Jejeje, para tu consuelo yo no me he inspirado en la duquesa de Alba. Muchas gracias por tus felicitaciones. Me alegra que lo aprecies, aún cuando como tú dices, no parece "mío". Un saludo.
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