La mirada de Simón
era una mezcla de rabia y desorientación.
—Enseguida, señor
—dijo antes de una leve reverencia.
—Joder, Simo —así
le llamaba el señor—, olvida las formalidades, ¿qué te dije antes?
—Está bien, señor.
O digo... está bien.
—Así me gusta. Vamos,
tráenos esos Margaritas.
El señor le había
aclarado que, durante la fiesta, nada de dirigírsele desde su mazmorra de
criado. Los invitados debían creer que Simón era uno más de la casa, casi un
amigo del anfitrión, lo cual se acercaba bastante a la realidad después de toda
una vida sirviéndole.
—Eh, Simón. Eres
un trabajador estupendo —le dijo por el camino un íntimo amigo del señor.
—Eres todo un
ejemplo —le comentó un desconocido.
—Ojalá el mundo
estuviera lleno de simones —escuchó más a lo lejos.
Entró en la cocina
donde otros sirvientes trabajaban a destajo. Preparó los cócteles y salió de
nuevo a escena. Doscientas cincuenta personas hablaban y bebían y fumaban. Todo
a cuenta del señor, que celebraba el millón de copias vendidas de su último libro:
la estúpida historia de un hombre del renacimiento que había escrito entre
borracheras, polvos y cocaína, por mucho que en las entrevistas tratase de
vender que escribir setecientas páginas requería doce horas diarias de trabajo
y no unos cuantos minutos de inspiración en sus ratos libres.
—Buenísimos, Simo,
como siempre —dijo el señor tras el primer trago.
—Increíble
—dijeron unas señoritas que hablaban con él.
Simón dio las
gracias y se retiró a atender a otros invitados.
Probablemente el
señor se tiraría a alguna de aquellas preciosidades que le donaban la píldora
mientras engullían los Margaritas. Desde que se separó de su señora, que era
por cierto veinticinco años más joven que él, su vida se había convertido en un
descontrol aún mayor. Un constante goteo de fiestas y mujeres que desfilaban
por su habitación. Drogas y alcohol. Un permanente derroche de dinero que,
lejos de agotarse, parecía no dejar de crecer a raíz de un cuestionable talento
para engranar historias y personajes en la pantalla del ordenador.
Por eso Simón,
mirando aquellos tipos trajeados forrados de millones, aquellas bellezas que
lucían piernas bajo minúsculos vestidos, la casa, el jardín, la piscina, las
risas y el ambiente que empezaba a acalorarse a medida que la noche se cernía sobre
todos ellos, sólo pudo suspirar y pensar: para esto he trabajado toda mi puta
vida.
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