15 sept 2014

Una mujer en el retrete de hombres

Después de mear me subí con cuidado la cremallera. No hay cosa peor que pillarte un pelo de ahí abajo y la borrachera no ayuda para evitarlo.
Para salir del baño doblé una esquina donde había un retrete para sentarse encerrado tras una puerta de madera que dejaba un hueco arriba y abajo. Lo normal era utilizarlo para vomitar y drogarse; si había que cagar allí dentro yo prefería hacérmelo en los pantalones.
La puerta estaba entreabierta y vi algo que asomaba. Un zapato de tacón, unas medias negras y un trocito de falda en medio de un charco de pis. Metí la cabeza por la rendija. Una tía de veintipocos estaba sentaba en el trono y ni se enteró de mi presencia. Estaba borracha como una cuba y dormitaba sobre las muñecas, que a su vez se apoyaban en las rodillas. Puede que estuviera algo más que borracha.
Hizo como que se despertaba y me miró con los ojos achinados, como si le costase un esfuerzo inmenso enfocarme.
—¿Quién eres? —dijo.
—Nadie.
—Vete. Estoy intentando mear.
Podía irme, sí, pero decidí no hacerlo. Le eché una visual de arriba abajo. Estaba bastante bien.
—Vete, que quiero mear —dijo otra vez con una voz balbuceante.
—No hay nadie ahí fuera —me inventé.
—Ya lo sé.
—¿A dónde quieres ir entonces?
Tardó unos segundos en responder:
—Vete, que si no no me sale.
Hice como que me iba pero sólo retrocedí unos centímetros. Tenía unas delgadas y bonitas piernas. El rímel se le había corrido un poco por la mejillas. Seguramente había estado llorando.
—Que te vayas —dijo otra vez.
—Estás en el baño de hombres.
—¿Y?
Se echó un poco hacia atrás como si esa postura fuera a facilitarle el asunto. Pude ver que ni siquiera había puesto papel sobre la tapa y, fijándome bien, se le veía un poco lo de ahí abajo. Unos poquitos pelos que se perdían hacia donde ya no me alcanzaba la vista.
Hacía tres meses que no follaba.
—No te puedo dejar sola —dije.
—¿Por?
—Porque estás muy mal y se pueden aprovechar de ti.
—Olvídame.
—Hazme caso. Yo te protegeré.
Se calló y volvió a apoyarse sobre las muñecas ya las rodillas. Dejé de verle la entrepierna pero yo ya estaba empalmado.
—Ya está —dijo.
—¿Sí? ¡Qué bien!
—Sí. Ya meé.
—¡Muy bien!
Se levantó y me dejó ver de nuevo todo su tesoro durante unos segundos, mientras se subía las medias y la falda. Estaba muy, muy empalmado.
—No me mires —dijo.
—Es difícil.
—No me mires. Soy asquerosa. Igual que tú. Tú también eres un asqueroso.
—¿Por qué eres asquerosa?
—Porque lo digo yo. Pero los tíos —me señaló— sois mil veces peores.
Casi pierde el equilibrio y me abalancé sobre ella. La rodeé por la cintura. Ella no hizo nada; simplemente permitió que la mantuviese en pie.
—Estoy muy mal —dijo.
—Qué va, mujer. ¿Cómo te llamas?
—Araceli, ¿a ti qué te importa?
—Un nombre muy bonito, de verdad.
La solté. No sé cómo, la puerta se había cerrado. Estábamos solos en el retrete. Una tía buena borracha y yo solos en el retrete. Mis zapatos dejaban una huella marrón sobre el suelo humedecido de meadas.
Apestaba. Mi erección era superlativa.
—Llévame fuera —dijo.
—¿Estás segura?
—Sí. Llévame fuera. Están mis amigas.
—No hay nadie en el bar. Están cerrando.
Le dio una arcada que no pasó a mayores. Entonces se me echó encima y me abrazó, apoyando su cabeza en mi hombro.
—¡Todo el mundo pasa de mí! —sollozó—. ¿Por qué? ¿Qué he hecho mal?
—Vamos. Tranquila —le daba palmaditas en la espalda. Olía a hembra.
—Me quiero morir. Te juro que me quiero morir.
—No digas eso, Araceli.
—No valgo para nada. No pinto nada en esta vida.
—Vamos, vamos.
Le di unas cuantas palmaditas más.
—Menos mal que te tengo a ti —dijo.
Se separó de mi hombro y me miró fijamente a muy pocos centímetros. Tras la embriaguez y el rímel corrido escondía unos ojos bastantes llorosos que denotaban tristeza más allá de aquella noche. Me gustaban.
—Si no fuera por ti...
—Si yo no he hecho nada —dije.
—Sí, sí que has hecho mucho.
Se me acercó un poco más. Casi estaba besándome. Dios, y yo sin follar un trimestre y con mi casa libre aquella noche.
—Vamos —dije.
—¿A dónde? —preguntó muy extrañada.
—Afuera. ¿No están tus amigas?
—Sí. Se habrán ido a otro sitio.
La arrastré fuera del baño. La camarera nos miró mal como si viniéramos de hacerlo allí encerrados.
Salimos a la calle y ella no se me soltaba del brazo. Era como si fuera a disolverse como un terrón de azúcar si se apartaba de mí. Le pedí el móvil y busqué entre sus contactos hasta que me dijo quienes eran sus amigas. Llamé a una de ellas y le expliqué todo. Creían que habían perdido a Araceli porque no sospechaban que estuviese en el baño de chicos.
Enseguida otra preciosidad apareció tras unos soportales y me dio las gracias por cuidar de su amiga.
Araceli se arrojó sobre ella. Antes de marcharse me volvió y dijo:
—Te quiero.
Su amiga me miró y sonrió como diciendo: «no sabe lo que dice». Yo sonreí también por complicidad y me despedí con la mano.
Las vi alejarse y, cuando desaparecieron, me quedé pensativo unos minutos. Puede que fuera el mayor gilipollas bajo la estrellas. Pero al fin alguien me quería.

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