Toda la
oficina tenía la mosca detrás de la oreja. Chavi era un gordo sudoroso, pero
ese no era el problema. Vestía viejas camisetas de publicidad que dejaban al
descubierto uno o dos centímetros de barriga. Se metía el dedo en la nariz y
pegaba la mierda debajo de su mesa. No perdía demasiado tiempo con su higiene y
eso se notaba en los días calurosos. Comía palmeras de chocolate y bebía latas
de cocacola. Así era Chavi y, sin embargo, nada de eso era el problema.
Sucedía que,
desde hacía un tiempo, Chavi se encerraba en el baño a media mañana y no salía
de allí en cinco, seis o siete minutos.
—Ya va el
cerdo a lo suyo —decían sus compañeros cuando se levantaba de su silla con
cierta prisa.
—Menudas
cagadas asquerosas debe de echar —comentaban.
—Habría que
tener un ambientador o mandarlo a cagar a otra planta —sugerían.
—A ver quién
tiene huevos a entrar ahí ahora —se retaban unos a otros.
Un día uno
de ellos se atrevió. Chavi se había levantado como un resorte y un tipo le
esperó pacientemente tras la puerta. Pasaron los seis minutos de rigor y sonó
la cisterna. Chavi salió y saludó:
—Todo tuyo
—dijo.
—Gracias,
majo —le contestó el otro.
Y entró.
Cuando salió regresó a su sitio y esperó a la hora del café para comentar la
jugada:
—No os lo
vais a creer —dijo—. Entré allí y no las tenía todas conmigo. Estaba acojonado.
Entonces respiré, esperando que oliese a mierda de vaca pero, para mi sorpresa,
¡no olía a nada!
—¡Qué dices!
—comentaron los demás.
—¡Imposible!
—Como os
estoy diciendo. Pero ahí no acaba la cosa. Abrí la tapa del wáter y no había
ningún tipo de resto, así que aproveché para echar una meada. Y entonces lo
vi...
—¿El qué?
—preguntaron dos o tres voces a la vez.
—Algo más
asqueroso que la peor cagada que ese cerdo pudiera soltar.
—Joder —dijo
uno—, me estás asustando.
—¿Seguro que
queréis oírlo?
—¡Suéltalo!
—gritaron.
—Ahí va: un
pegote de semen en la pared. ¡Sí! A la altura del cuarto o quinto azulejo. Un
pegote de semen amarillento resbalando y dejando una estela transparente detrás
de sí, como un pequeño cometa surcando el cielo muy muy despacio. Os lo juro.
¡Fue asqueroso!
Todos
pusieron cara de repelús, insistieron en lo absurdo y asqueroso de la situación
y una chica muy fina se levantó, dijo, a vomitar inmediatamente.
Hablaron con
el jefe la misma mañana y, al día siguiente, éste llamó a Chavi a su despacho:
—Iré al
grano —le dijo—. ¿Te masturbas en el cuarto de baño?
—No, señor.
—Chavi. Te
tiras un buen rato ahí dentro. Es mejor que lo reconozcas. Hay profesionales
que te podrían ayudar. ¿Es verdad que te masturbas?
—No, señor,
se lo aseguro.
—¿Entonces
qué coño haces ahí dentro?
—No creo que
tenga que explicarle qué se hace en un cuarto de baño.
—Está bien,
Chavi. Vuelve a tu sitio.
Chavi volvió
a su silla y dio un buen mordisco a la palmera que se había dejado a medias.
Esa mañana
todavía se encerraría sus cinco o seis minutos, y así los días siguientes, sólo
que el jefe había dado la orden a sus compañeros de entrar en el baño después
de él y oler si había cagado o buscar pruebas de la masturbación en suelo y
azulejos.
No olía. Y
tampoco encontraron pegotes de semen.
—El cabrón
se cuidará muy mucho de limpiarlo todo muy bien —decían.
La
masturbación era la única explicación posible, así que otra mañana esperaron la
cita habitual de Chavi en el retrete y el jefe, su mujer —que además era la
directora general—, y otros tres tíos más se situaron tras la puerta por orden
del primero.
—A la de
tres —dijo el jefe—. Uno, dos, ¡tres!
El más
fuerte abrió la puerta de una patada y se encontraron dentro a Chavi, que los
miró con los ojos como platos. Estaba de pie, a un paso del wáter, con los
botones de sus vaqueros del Carrefour desabrochados y sujetando con la mano
derecha su enorme pene erecto. No dijo nada. Los demás tampoco. Sólo se cerró
la puerta y, poco después, Chavi salió de dentro tras tirar de la cisterna.
Ese mismo
día fue despedido. No dijo adiós a nadie. Sólo recogió las galletas que
guardaba en un cajón, se levantó y desapareció tras la puerta.
—Ya era hora
—dijeron algunos con alivio.
Chavi se
emborrachó aquella noche. La vida no era fácil para un informático con nulas
posibilidades de follar gratis. Demasiado tiempo perdido en su adolescencia
entre videojuegos y juegos de rol.
Antes de
pedir otra vez una mujer se sentó en el taburete de al lado. Falda por las
rodillas. Tacones. Buenas piernas. Pintaba bien.
—Hola, Chavi
—dijo.
Era Dora, la
directora general. La mujer del jefe. Estaba sola.
—Pídete lo
que quieras. Yo tomaré un vodka negro —dijo Dora, mirando al camarero que
esperaba detrás de la barra.
—Otro ron
cola —dijo Chavi.
Dora sonrió
y se escurrió unos centímetros hacia Chavi. Era diez o doce años mayor que él.
«Una puta diosa», pensó el chaval.
—Que sepas
una cosa —dijo Dora, en voz baja—: tienes un magnífico ejemplar.
Chavi sonrió
por primera vez en mucho tiempo.
El camarero
se acercó con dos vasos, echó tres bolas de hielo en cada uno y luego se giró
para coger de la estantería una botella de vodka y otra de ron.
Brillante, Alex.
ResponderEliminarInesperado cierre del relato: me gustó mucho saber que el Chavi, finalmente, triunfa contra todos y se queda con el premio mayor.
Me encantó..
¡Saludos!
Coincido con Juan, y está bueno que un pobre perdedor para todos, también tiene armas más que suficientes para que se le arrime la mujer del tipo que lo despidió.
ResponderEliminarSaludos, Alex.
Muchas gracias, Juan y Mirella. Por apreciar el escrito y en general por comentar y darle un poco de vida al blog. Un abrazo.
ResponderEliminarSe supone el inicio de una buena amistad.
ResponderEliminarUn saludo.