Óscar no podía ser mejor tío.
Estudiante ejemplar, atento y educado. Sólo le faltaba una cosa para triunfar:
un poco de maldad, y eso lo sabían las tías. Las mujeres huelen a leguas a un
buenazo y eso no les gusta. Ellas prefieren cierta rebeldía: un toque macarra
que les permita exprimir y sacar el buen fondo que, como el jugo de una
naranja, se esconde detrás de una piel chulita y déspota.
Desde su asiento de copiloto,
Sonia se miraba en el espejito del pequeño parasol mientras escuchaba lo que
Óscar tenía que decirle. Como cada viernes, aunque también sucedía los martes y
los jueves, los dos coincidían en las últimas horas de clase y Óscar,
amablemente, se ofrecía a acercarla a casa en su coche aunque no le quedara muy
de camino. Pero así era él, generoso, y ahora hablaban de lo que harían el fin
de semana.
—Avísame si al final sales —dijo
Óscar—. Yo estaré por donde siempre.
—No creo que salga. Ya te lo
adelanto —dijo Sonia sin dejar de mirar el espejito. No le gustaba nada un
grano que le había salido entre la nariz y la boca.
—Pues anímate que aún queda para
los exámenes.
—Sí, pero prefiero descansar.
Ya habían llegado al portal de
Sonia y Óscar había apagado el coche. Eran los tres, cuatro o cinco minutos de
rigor y conversación antes de despedirse.
—Es que tampoco están mis amigas
y me tira para atrás —dijo Sonia.
—Bueno, pues te vienes con
nosotros. O vamos los dos a tomar algo.
—Qué va. Qué va.
A Sonia le tocaba dar largas,
aunque en realidad no le disgustaba la idea de salir de fiesta como en los
viejos tiempos. Pero el problema es que Óscar se había confesado hacía unos
días:
—No te voy a mentir. Lo que
siento es algo más que amistad y prefiero que lo sepas.
Sonia ya lo sospechaba. Aún así
se mantenía cómoda en la amistad y fingiendo no saber nada. Pero tuvo que
responderle:
—Siento que por mi parte no sea
así. Nunca quise darte falsas esperanzas.
—Ya lo sé. Pero entiende que
necesitaba desahogarme y decírtelo. Sólo espero que por eso no dejemos de ser
amigos.
—No. Claro que no.
Pero la verdad era que ya no era
lo mismo. No podía ser lo mismo. Ahora Sonia debía cuidar los gestos y las
palabras e, inevitablemente, alejarse un poco para evitar su propia
incomodidad. Aquella amistad llegaba a su fin y eso la entristecía.
—¿Entonces no hay forma de
convencerte, no? —preguntó Óscar al respecto de lo del sábado.
—Eso es muy difícil.
—Bueno. Como quieras. Escríbeme
si cambias de opinión.
—Vale.
Sonia sonrió y abrió la puerta
del coche. Estaba muy, muy triste. Se bajó y agarró con fuerza la carpeta para
que no se le cayese. Cerró la puerta y dijo adiós con la mano. Luego dio unos
pasos y miró de reojo cómo se alejaba el coche de Óscar. Un pensamiento
recorrió sus entrañas como una bofetada de sinceridad. La sinceridad más
absoluta para esa mujer que creía oler la bondad y detestarla, que buscaba un
hombre malo para hacerlo bueno, que sentía lástima por el prójimo en lugar de
sentirla por sí misma:
—Si te callaras y me entraras y
me follaras de una puta vez...
Eso no va a pasar, Sonia, no va a pasar.
ResponderEliminarGenial, Alex, me encantó. Y me vi muy reflejado en Óscar, ja: tenemos más de una cosa en común.
Un abrazo.