Al lado de mi casa
hay un bosque. Algo así como un pedazo de naturaleza domesticada para que
panolis como yo nos creamos en mitad del mundo salvaje los domingos por la
tarde.
Allí estaba,
paseando, no recuerdo bien el motivo. Supongo que no tenía alternativas.
Entonces la vi, sentada en una piedra horizontal y echándose la mano a un
tobillo. Era mi vecina: una rubia de cuarenta y pocos con la que me había
cruzado unas cuantas veces. Toda una MQMF, y espero que sepáis lo que eso
significa. Llevaba chándal cortito y camiseta. Venía de correr y sudaba la gota
gorda.
No sé cuánto
llevaba sin meterla. Puede que cuatro o cinco meses. En condiciones normales
aguantaría sin problemas pero, después de una relación de un año donde a pesar
de las broncas se me permitía follar a menudo, estaba haciéndoseme durísimo
mantenerme a base de pajas y sentía que iba a reventar en cualquier momento.
Nos dijimos hola.
—Creo que me torcí
el tobillo —dijo—. Lo metí en un agujero y me lo torcí. Puede que me lo
esguinzara.
Le dije algo así
como «qué mala suerte» y «vaya por dios» y me acerqué con el gesto serio,
empático.
—Ya no sé por qué
corro aquí con la de baches que hay —dijo.
Se quejaba del
dolor. Se había quitado la zapatilla y los calcetines de ese lado y se
acariciaba todo el pie.
—Ay dios, otra
baja ahora. No puede ser.
Le pregunté si me
dejaba echar un vistazo.
—Claro —dijo—.
Peor no me lo vas a dejar —se rio.
Me senté a su
lado. Apartó la mano y me dejó ver el pie. El tobillo parecía un poco hinchado
pero no tenía pinta de ser nada serio.
—¿Puedo tocar? —le
dije.
—Sí, claro.
Colocó el pie
entre mis piernas y mi tronco. Le puse las dos manos alrededor del pie, sin
hacer movimiento alguno, y la miré. Estaba perpendicular a mí, con los brazos
apoyados en la piedra y esperando una especie de milagro por mi parte.
Realmente sudaba mucho y se le pegaba el pelo rubio a la cara. Tenía dos
charquitos bajo sus tetitas y se le marcaban un poco los pezones.
—¿Esto te duele?
—le dije.
—No.
Le giré suavemente
el pie en ambos sentidos. No había ruidos extraños.
—¿Y esto? —se lo
eché adelante y atrás.
—Tampoco.
Insistí con los
mismos movimientos y algo más de fuerza. Cerró los ojos y me dejó hacer. Tenía
unas piernas magníficas y mi perspectiva era inmejorable: casi le veía las
ingles y no había rastro de celulitis ni venas a la vista. Unas piernas de
adolescente.
—Como me duele es
así —dijo.
Se incorporó y se cogió
ella misma el pie. Mientras hacía unos extraños y exagerados giros sobre la
articulación me llegó un leve olor a sudor.
—No creo que te lo
esguinzases —dije.
—¿Por qué? —volvió
a su posición sobre los brazos.
—Tendría que
dolerte así.
Le retorcí aún más
fuerte. No se quejó. También yo una vez me esguincé el tobillo y sabía con qué
movimientos veía las estrellas.
—Nada —dijo—. Pero
sigue un poco que parece que me relaja.
Seguí. Me gustaba
que se relajase con mis manos encima.
—¿Duele?
—No. Me gusta.
No soy un
especialista dando masajes. En absoluto. Pero tengo cierta suavidad en las
manos y, a base de ir variando los movimientos, me defiendo en eso de relajar a
una tía. Pasaron minutos. Unos buenos minutos.
—¿Y ahora qué
hacemos? —le dije.
—Ya llamé a mi
marido. Está bajando de casa.
—¿No será mejor
que te apoyes en mí y te acompañe?
—Es que ya lo
había llamado antes de que llegases.
—Ah... bueno.
—Pero gracias
eh... se ve que una puede contar contigo cuando está en un apuro.
«El apuro no es
precisamente tuyo», pensé.
—De nada.
—Sigue caminando
si quieres. Tampoco vas a interrumpir tu paseo por mí.
—¿Y dejarte aquí
sola? Ni de coña.
—Tiene que estar
al caer. No te preocupes.
—Espero contigo.
—Como quieras.
Muchas gracias.
—Pero una cosa...
quita la pierna de encima a ver si se va a pensar lo que no es.
Se rio bastante y
la quitó. Le ayudé a apoyarla en el suelo.
—Ya ni me daba
cuenta —dijo—. Estaba tan cómoda.
Llegó el marido y
entre los dos la levantamos. Luego ella se fue cojeando ayudándose de él, y yo
vi cómo se perdían camino de la civilización. Yo pensé en seguir caminando un
rato más pero, en lugar de eso, me senté otra vez en la piedra, me fumé un
cigarrillo, volví a casa y me hice una gran paja.
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