12 dic 2015

Masaje en el pie

Al lado de mi casa hay un bosque. Algo así como un pedazo de naturaleza domesticada para que panolis como yo nos creamos en mitad del mundo salvaje los domingos por la tarde.
Allí estaba, paseando, no recuerdo bien el motivo. Supongo que no tenía alternativas. Entonces la vi, sentada en una piedra horizontal y echándose la mano a un tobillo. Era mi vecina: una rubia de cuarenta y pocos con la que me había cruzado unas cuantas veces. Toda una MQMF, y espero que sepáis lo que eso significa. Llevaba chándal cortito y camiseta. Venía de correr y sudaba la gota gorda.
No sé cuánto llevaba sin meterla. Puede que cuatro o cinco meses. En condiciones normales aguantaría sin problemas pero, después de una relación de un año donde a pesar de las broncas se me permitía follar a menudo, estaba haciéndoseme durísimo mantenerme a base de pajas y sentía que iba a reventar en cualquier momento.
Nos dijimos hola.
—Creo que me torcí el tobillo —dijo—. Lo metí en un agujero y me lo torcí. Puede que me lo esguinzara.
Le dije algo así como «qué mala suerte» y «vaya por dios» y me acerqué con el gesto serio, empático.
—Ya no sé por qué corro aquí con la de baches que hay —dijo.
Se quejaba del dolor. Se había quitado la zapatilla y los calcetines de ese lado y se acariciaba todo el pie.
—Ay dios, otra baja ahora. No puede ser.
Le pregunté si me dejaba echar un vistazo.
—Claro —dijo—. Peor no me lo vas a dejar —se rio.
Me senté a su lado. Apartó la mano y me dejó ver el pie. El tobillo parecía un poco hinchado pero no tenía pinta de ser nada serio.
—¿Puedo tocar? —le dije.
—Sí, claro.
Colocó el pie entre mis piernas y mi tronco. Le puse las dos manos alrededor del pie, sin hacer movimiento alguno, y la miré. Estaba perpendicular a mí, con los brazos apoyados en la piedra y esperando una especie de milagro por mi parte. Realmente sudaba mucho y se le pegaba el pelo rubio a la cara. Tenía dos charquitos bajo sus tetitas y se le marcaban un poco los pezones.
—¿Esto te duele? —le dije.
—No.
Le giré suavemente el pie en ambos sentidos. No había ruidos extraños.
—¿Y esto? —se lo eché adelante y atrás.
—Tampoco.
Insistí con los mismos movimientos y algo más de fuerza. Cerró los ojos y me dejó hacer. Tenía unas piernas magníficas y mi perspectiva era inmejorable: casi le veía las ingles y no había rastro de celulitis ni venas a la vista. Unas piernas de adolescente.
—Como me duele es así —dijo.
Se incorporó y se cogió ella misma el pie. Mientras hacía unos extraños y exagerados giros sobre la articulación me llegó un leve olor a sudor.
—No creo que te lo esguinzases —dije.
—¿Por qué? —volvió a su posición sobre los brazos.
—Tendría que dolerte así.
Le retorcí aún más fuerte. No se quejó. También yo una vez me esguincé el tobillo y sabía con qué movimientos veía las estrellas.
—Nada —dijo—. Pero sigue un poco que parece que me relaja.
Seguí. Me gustaba que se relajase con mis manos encima.
—¿Duele?
—No. Me gusta.
No soy un especialista dando masajes. En absoluto. Pero tengo cierta suavidad en las manos y, a base de ir variando los movimientos, me defiendo en eso de relajar a una tía. Pasaron minutos. Unos buenos minutos.
—¿Y ahora qué hacemos? —le dije.
—Ya llamé a mi marido. Está bajando de casa.
—¿No será mejor que te apoyes en mí y te acompañe?
—Es que ya lo había llamado antes de que llegases.
—Ah... bueno.
—Pero gracias eh... se ve que una puede contar contigo cuando está en un apuro.
«El apuro no es precisamente tuyo», pensé.
—De nada.
—Sigue caminando si quieres. Tampoco vas a interrumpir tu paseo por mí.
—¿Y dejarte aquí sola? Ni de coña.
—Tiene que estar al caer. No te preocupes.
—Espero contigo.
—Como quieras. Muchas gracias.
—Pero una cosa... quita la pierna de encima a ver si se va a pensar lo que no es.
Se rio bastante y la quitó. Le ayudé a apoyarla en el suelo.
—Ya ni me daba cuenta —dijo—. Estaba tan cómoda.
Llegó el marido y entre los dos la levantamos. Luego ella se fue cojeando ayudándose de él, y yo vi cómo se perdían camino de la civilización. Yo pensé en seguir caminando un rato más pero, en lugar de eso, me senté otra vez en la piedra, me fumé un cigarrillo, volví a casa y me hice una gran paja.

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