Álvaro estaba perdido.
—Esa maldita zorra
—dijo.
La luz de la luna apenas
le dejaba ver entre las copas de los árboles, pero el suelo era negro como la
muerte y resbaladizo, infestado de obstáculos de piedras, ramas, troncos y a
saber qué calamidades.
—Serás zorra —gritó.
Tropezó en una
hendidura y poco le faltó para irse de morros.
—Me cago en la puta
—maldijo.
Le dolía el tobillo.
Puede que se lo hubiera esguinzado. Pero no podía pararse. Los lobos aullaban.
El miedo elevó sus testículos hasta la garganta. Álvaro no tenía ni puta idea
de dónde estaba.
—Y todo por tu culpa.
Maldita guarra.
Escuchaba bichos y
notaba extrañas presencias. Era como si algo o alguien se le fuera a echar al
cuello de un momento a otro. Comprendió la insignificancia del ser humano en
mitad de todo aquello. La mierda que era a la hora de valerse por sí mismo. A
la hora de la verdad.
—No conseguirás
matarme, ¡no!
Se sentía cansado, a
punto de desfallecer, cuando le pareció ver algo entre unos matojos. ¡Era una
carretera! Corrió hacia ella como si no hubiera mañana:
—¡Voy a por ti, zorra!
¡Voy a por ti!
Pisó el asfalto como
si fuera el mismo cielo y hasta se arrodilló a besarlo. Era cuestión de seguir
el trazado hasta alcanzar una señal de civilización que le recordase dónde
demonios estaba.
—Estoy salvado, ¿me
oyes? Salvado.
Caminó pegado a la
cuneta. Escuchaba aullidos y otros ruidos indescifrables, pero aún así se
sentía victorioso. Ningún coche se le cruzó en el camino.
—Debo de estar en la
venta del carajo —dedujo.
Por fin vio algo. A lo
lejos. A un lado de la carretera, fuera del trazado. Se acercó. Brillaba.
Parecía metálico. Álvaro se asustó.
—No es posible —dijo.
Se acercó. Cincuenta
metros. Veinticinco. Diez. Cinco...
Sus temores se
confirmaron:
—No jodas.
Tumbada y abollada, el
foco de su Yamaha todavía emitía una tenue luz agonizante. Simplemente esperaba
a que la batería dijera basta. Pero ahí no se acabó todo.
—¿A qué coño huele
aquí? —preguntó Álvaro.
Siguiendo el rastro
del hedor, se adentró de nuevo en el bosque, tan solo unos metros, sin perder
de vista la moto, lo justo para descubrir algo que lo paralizó como si la
temperatura hubiera descendido cincuenta grados con un chasquido de dedos.
—No puede ser.
Estalló en lágrimas. Lloraba
como un niño desconsolado mientras miraba, rodeado de un halo de sangre
alrededor de la cabeza, su propio cuerpo tendido e inconsciente, en un escorzo
antinatural a causa de lo que debió ser un brutal accidente.
Luego se miró a sí
mismo. Su yo de pie. Un brazo. Otro.
El tronco y las piernas. Parecía sano y entero, pero entonces lo recordó todo y
supo que era cuestión de tiempo que se abrieran las puertas del cielo o del
infierno para acoger su alma que ahora lloraba después de vagar en aquel
bosque.
Todavía tuvo tiempo
para tocar su yo muerto, allí en el
suelo, y pensar una vez más en cómo, después de hablar largo y tendido con
Silvia, había podido coger la moto y acelerar hasta perderse en caminos
desconocidos y encontrar aquella cuneta fatídica. No supo encajar que ésa a la
que había insultado le razonase que ya no era feliz a su lado y que mejor les
iría si separaban sus caminos.
Álvaro, desde luego,
lo hizo.
Brillante relato, Alex.
ResponderEliminarRealmente se siente la angustia del protagonista, te felicito. Un manejo del suspenso impecable.
Me hizo acordar al viejo tema «Amanece en la ruta», del ya extinto grupo argentino «Suéter», con Miguel Zavaleta en la voz. Lo podés escuchar en: https://www.youtube.com/watch?v=TkCsnAsEHtY
¡Saludos!