17 dic 2015

La historia de Eladio

No siempre lo que me sale de dentro es mierda, sexo, idas de olla o gilipolleces absolutas. A veces me sale hablar de la vida real. Aunque sea desde la cobardía del anonimato, cambiando lo justo personajes, lugares y escenas. Esta es una de esas veces.
Hace semanas vi a Eladio. Eladio era mi vecino hasta que me mudé. Tiene cerca de sesenta y es calvo y gordo. Estaba borracho. Era de noche e iba por la calle haciendo eses. De pronto se paró, se giró, miró a dos chavalas de diecisiete o dieciocho años, les dijo algo que ellas fingieron no escuchar, se rio y siguió su camino de eses. ¿Aquel no es Eladio?, me preguntó un amigo. Sí, le dije.
Eladiose perdió por la calle perpendicular y, en la mente de quienes se lo cruzaran, perviviría la imagen de un viejo borracho que poco pinta ya en esta vida y que ahoga en vino la miseria que es cada instante del poco tiempo que le queda entre los vivos.
Yo sé su historia. Sé por todo lo que pasó Eladio y no puedo hacer menos que dedicarle una de mis entradas, aunque nunca la leerá. Ni siquiera sabrá que escribo. Con suerte apenas recordará quién soy.
Era Eladio un tipo sonriente, vivaracho. Te lo cruzabas y siempre tenía una gilipollez que soltarte, un comentario que le hacía más gracia a él mismo que a ti, pero pasabas de largo y te quedaba la sensación de que aquel hombre vivía la vida, que estaba aquí por algo, que en cierto modo te acababa de dar una lección, no sé si me explico. Era como si te abrumase con sus soberbias estupideces.
Era autónomo, carpintero o algo así, y se había venido de la aldea a la ciudad a ganarse la vida con sus manos y sus herramientas y su furgoneta blanca. Durante mucho tiempo pareció irle bien. Nunca en exceso, o esa impresión daba a la vista de sus pintas, pero el tío salía de casa muy pronto y llegaba muy tarde y trabajo no le faltaba. Entonces vino la crisis y, aunque fue tirando, de pronto un día la furgoneta no estaba y, cuando se lo preguntó mi madre, dijo que ya no había chollo y que la había tenido que vender.
Pero eso tampoco le robó la alegría. Ahí seguían sus comentarios estúpidos y sus sonrisas exageradas. Problema más gordo fue cuando enfermó la mujer: cáncer, y tuvo ella que dejar de trabajar limpiando casas y empezar la quimio y Eladio a cuidarla con todo el amor que tenía dentro. Por aquel entonces el hombre ya paraba bastante en el bar de la esquina.
La sonrisa se le fue borrando y en los encuentros casuales se limitaba a ser cordial. Se le preguntaba por la mujer y él decía que «a ver», que creían mucho en dios y que malo sería que de aquello no saliesen. Pero una buena mañana Eladio se despertó con la mujer muerta al lado, y fue terrible que nos invitase a su casa a ver el cadáver allí mismo, todavía caliente, mientras Eladio nos explicaba cómo iban a proceder con el entierro y ya no ocultaba sus lágrimas.
Pasó un tiempo en que poco supimos de él. Veíamos más a sus hijos: uno tonto y bueno y otro currante que vivía en el extranjero y había ido allí a despedir a la madre. Del tonto no podía Eladio rezar para que no fuese una carga; el otro le mandaba dinero de vez en cuando y menos mal, porque si no, a ver de qué coño iban a comer él y el tonto.
De pronto Eladio se dejó ver otra vez y, aunque ya no era el mismo, seguía dando lecciones de vida y de aparente alegría, aunque sospechamos todos que su contento se lo daba más el vino que la vida en sí, porque le olía el aliento y, aunque lo habían echado del bar de la esquina por borracho y moroso, se le había visto en muchas otras tabernas de por allí.
También empezó a dejarse ver en la vida nocturna. En bares de copas, discotecas y, finalmente, saliendo de clubes de alterne. Nadie amaría a un calvo, gordo y pobre viejo, así que tendría que desembolsar los pocos cuartos que tristemente su hijo le iba mandando para seguir sintiéndose hombre. De vez en cuando deambulaba por el Orzán, como hace semanas cuando lo vimos mis amigos y yo borracho y metiéndose con unas niñas, pero jamás encontraría de nuevo el amor y, ante esa terrible idea, no quedaba otra salida que hundirse más y más hasta llegar por fin al infierno.
Y hasta aquí la historia de Eladio. No es una historia magnífica. No es él un hombre extraordinario ni carente de grandes defectos. Pero es una historia real. Por lo menos real a mi manera, y me acojona pensar que, ¿por qué no?, quizá yo sea él algún día y avance también hacia mi propia podredumbre. 

2 comentarios:

  1. Triste, pero muy real. Y contado de manera magistral, como siempre.
    Saludos.

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  2. He estado leyendo varias de tus entradas, y muchas son curiosas, otras curiosas y otras dan pequeñas lecciones. Pero, sinceramente, esta es para mi una de las mejores. Me encanta como te has expresado y como has hecho que esto me llegue.

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