No siempre lo que me sale de dentro es mierda, sexo,
idas de olla o gilipolleces absolutas. A veces me sale hablar de la vida real.
Aunque sea desde la cobardía del anonimato, cambiando lo justo personajes,
lugares y escenas. Esta es una de esas veces.
Hace semanas vi a Eladio. Eladio era mi vecino hasta
que me mudé. Tiene cerca de sesenta y es calvo y gordo. Estaba borracho. Era de
noche e iba por la calle haciendo eses. De pronto se paró, se giró, miró a dos
chavalas de diecisiete o dieciocho años, les dijo algo que ellas fingieron no
escuchar, se rio y siguió su camino de eses. ¿Aquel no es Eladio?, me preguntó
un amigo. Sí, le dije.
Eladiose perdió por la calle perpendicular y, en la
mente de quienes se lo cruzaran, perviviría la imagen de un viejo borracho que
poco pinta ya en esta vida y que ahoga en vino la miseria que es cada instante
del poco tiempo que le queda entre los vivos.
Yo sé su historia. Sé por todo lo que pasó Eladio y
no puedo hacer menos que dedicarle una de mis entradas, aunque nunca la leerá. Ni
siquiera sabrá que escribo. Con suerte apenas recordará quién soy.
Era Eladio un tipo sonriente, vivaracho. Te lo
cruzabas y siempre tenía una gilipollez que soltarte, un comentario que le hacía
más gracia a él mismo que a ti, pero pasabas de largo y te quedaba la sensación
de que aquel hombre vivía la vida, que estaba aquí por algo, que en cierto modo
te acababa de dar una lección, no sé si me explico. Era como si te abrumase con
sus soberbias estupideces.
Era autónomo, carpintero o algo así, y se había
venido de la aldea a la ciudad a ganarse la vida con sus manos y sus
herramientas y su furgoneta blanca. Durante mucho tiempo pareció irle bien.
Nunca en exceso, o esa impresión daba a la vista de sus pintas, pero el tío
salía de casa muy pronto y llegaba muy tarde y trabajo no le faltaba. Entonces
vino la crisis y, aunque fue tirando, de pronto un día la furgoneta no estaba
y, cuando se lo preguntó mi madre, dijo que ya no había chollo y que la había
tenido que vender.
Pero eso tampoco le robó la alegría. Ahí seguían sus
comentarios estúpidos y sus sonrisas exageradas. Problema más gordo fue cuando enfermó
la mujer: cáncer, y tuvo ella que dejar de trabajar limpiando casas y empezar
la quimio y Eladio a cuidarla con todo el amor que tenía dentro. Por aquel
entonces el hombre ya paraba bastante en el bar de la esquina.
La sonrisa se le fue borrando y en los encuentros
casuales se limitaba a ser cordial. Se le preguntaba por la mujer y él decía
que «a ver», que creían mucho en dios y que malo sería que de aquello no
saliesen. Pero una buena mañana Eladio se despertó con la mujer muerta al lado,
y fue terrible que nos invitase a su casa a ver el cadáver allí mismo, todavía
caliente, mientras Eladio nos explicaba cómo iban a proceder con el entierro y
ya no ocultaba sus lágrimas.
Pasó un tiempo en que poco supimos de él. Veíamos
más a sus hijos: uno tonto y bueno y otro currante que vivía en el extranjero y
había ido allí a despedir a la madre. Del tonto no podía Eladio rezar para que
no fuese una carga; el otro le mandaba dinero de vez en cuando y menos mal,
porque si no, a ver de qué coño iban a comer él y el tonto.
De pronto Eladio se dejó ver otra vez y, aunque ya no
era el mismo, seguía dando lecciones de vida y de aparente alegría, aunque
sospechamos todos que su contento se lo daba más el vino que la vida en sí,
porque le olía el aliento y, aunque lo habían echado del bar de la esquina por
borracho y moroso, se le había visto en muchas otras tabernas de por allí.
También empezó a dejarse ver en la vida nocturna. En
bares de copas, discotecas y, finalmente, saliendo de clubes de alterne. Nadie
amaría a un calvo, gordo y pobre viejo, así que tendría que desembolsar los
pocos cuartos que tristemente su hijo le iba mandando para seguir sintiéndose
hombre. De vez en cuando deambulaba por el Orzán, como hace semanas cuando lo
vimos mis amigos y yo borracho y metiéndose con unas niñas, pero jamás
encontraría de nuevo el amor y, ante esa terrible idea, no quedaba otra salida
que hundirse más y más hasta llegar por fin al infierno.
Y hasta aquí la historia de Eladio. No es una
historia magnífica. No es él un hombre extraordinario ni carente de grandes
defectos. Pero es una historia real. Por lo menos real a mi manera, y me
acojona pensar que, ¿por qué no?, quizá yo sea él algún día y avance también
hacia mi propia podredumbre.
Triste, pero muy real. Y contado de manera magistral, como siempre.
ResponderEliminarSaludos.
He estado leyendo varias de tus entradas, y muchas son curiosas, otras curiosas y otras dan pequeñas lecciones. Pero, sinceramente, esta es para mi una de las mejores. Me encanta como te has expresado y como has hecho que esto me llegue.
ResponderEliminar