Estaba
desesperado. Me había convertido en un obseso sexual. Necesitaba follar, follar
y follar. Polvos con tías diferentes y en cantidades industriales. Variar,
experimentar. Lo necesitaba.
Últimamente
había ido a un espectáculo de striptease,
había observado cómo follaba una pareja sobre un escenario y había visto cómo
una oriental escupía pelotas de pingpong por el coño. Estaba enfermando. La
cara me había palidecido y tenía ojeras. Caminaba encorvado, enjuto, encondido
del mundo para ocultar mi enfermedad.
Por
supuesto, eran muchas las pajas que me largaba.
Me
encantaban todo tipo de mujeres. De repente me empalmaba con una madre dándole
el pecho a su hijo. O me quedaba pasmado cuando la tía de la oficina de abajo
salía a las once y cinco a buscar el café al bar de al lado. ¿Y qué decir de la
clase de pilates a través del cristal del gimnasio de enfrente? Todos esos
cuerpos sudorosos emanantes de hormonas... Por no hablar del sonido de unos
tacones sobre un suelo de madera. El mundo era una tortura tras otra.
El problema
era pasar del pensamiento a la acción. No me defendía muy bien en eso de
conquistar a una dama, y como tampoco me apetecía andarme con demasiados
rodeos, tomaba el camino más corto y cuando entablaba conversación con una
candidata al sexo, enseguida confesaba mi verdadera y única intención de aquel
encuentro, obteniendo el esperado rechazo por respuesta. Ni el calor de la
noche ni la confusión del alcohol sirvieron para mi objetivo. Anoche sin ir más
lejos me rechazó una rubia de cuarenta y pocos. Estábamos en un bar y había
conseguido separarla de la manada. La invité a algo en la barra y después de
tres o cuatro frases sentí que ya era hora de decir la verdad. Tenía un vestido
muy corto y unas piernas largas de veinteañera. Quizá era demasiado para mí:
—Podemos ir
a tu casa —le dije.
—Creo que
vas un poco rápido.
—No tengo
edad para perder el tiempo, ¿la tienes tú?
—Tengo una
edad en la que me interesa invertir. No especular.
—¿Y no crees
que yo puedo ser una buena inversión?
Dio un sorbo
a su ginebra y me miró con una gracia despectiva.
—Prometías...
pero no —me dijo.
—Entonces no
tenemos mucho más de qué hablar.
—Estoy de
acuerdo.
Vi cómo sus
largas piernas se adentraban en la manada y yo me encerré en el baño a
masturbarme. Aquello nunca lo había hecho; masturbarme en sitios públicos, y
entonces comprendí que había enfermado de verdad y me dije basta ya. Pagué la cuenta, salí de allí y corrí calle arriba hasta
mi casa. Me desvestí, entré en la habitación, abrí las sábanas y abracé a mi
mujer, que ya dormía. Después hicimos el amor como ya no recordaba.
Ah, pero qué buen final, Alex, gratamente sorprendido.
ResponderEliminarMe encantó, che. ¡Saludos!