4 may 2012

Atmósfera viciada

(Deposito esta estupidez en las carnes de un cualquiera, mas yo mismo pudiera ser el lamentable protagonista).


Sonó el despertador por quinta o sexta vez. Carlos Herrera estaba harto de hablar y ser callado de un certero golpe en el parietal. «¡Arriba majestad!», parecía decir desde su dial.
La reina hacía horas que se había levantado. Podía hallarse haciendo punto de cruz o mandándose whatsapps con sus coleguis de Grecia, ¡era tan impredecible la reina! El caso es que el rey, tan campechano él, acudió al cuarto de baño a echar una larga meada ácida. El problema fue la vuelta…
Ya se sabe lo que pasa cuando la noche es movida y uno entra de nuevo en la habitación a respirar su propia atmósfera. Allí estaban, flotando en el aire: humo de tabaco, de los porros de la juerga y del pitillito de después; alcohol exhalado, de diez o doce cubatas; vómito en ebullición, porque hubo de vomitar en la papelera del escritorio para no asustar a los ujieres en plena noche; metano, butano, propano, y todo gas maloliente que acabe en ano y no por casualidad, porque cenó con ajos y eso es garantía de flatulencias intermitentes; néctar de un par de condones usados sobre la mesilla, que toda precaución es poca y no están los reyes para nuevos embarazos. Y también olor a cerrado, a viejo y a enfermo.
El monarca respiró sin querer una bocanada de aquel aire y pensó: «Como diría mi amigo gallego: puro burruallo… Si al menos hubiera abierto la ventana antes…». Solía hacerlo, lo de abrir la ventana antes de descargar su vejiga, así cuando regresaba parte de la mierda se había disipado por sus gloriosas tierras. Pero aquel día lo olvidó y hubo de recurrir al protocolo de emergencia.
Cogió aire limpio profundamente y se tapó el hocico con fuerza. Cualquier cosa con tal de no respirar aquello. Echó a andar camino de los ventanales, calculando que su siguiente inhalación sería con la cabeza en el exterior, o sea, aire puro. Pasó de esa guisa junto al catre, regateó la silla donde se había quitado los pantalones con violencia ante la visión de la reina desnuda y llegó a escritorio con la papelera vomitada.
Entonces cayó en la cuenta de su error de cálculo. La alcoba era demasiado larga: había demasiados pasos que dar antes de llegar al ventanal. Otrora lo hubiera logrado pero con tanta operación de cadera su ritmo era cansino y no lo conseguiría. Su aire se agotaba bajo la mano apretada. Podría darse por vencido y respirar, pero antes de oler sus reales vergüenzas, decidió intentarlo, tan orgulloso él, aun a sabiendas de la imposibilidad de su empresa.
Así fue cómo un exceso de dióxido de carbono en el cerebro terminó con su vida. La familia real al completo le encontró tirado a escasos centímetros del ventanal. Y lo peor es que, ni por asomo, había desaparecido la pestilencia de la atmósfera. Hay aromas que matan.

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