30 may 2012

Fútbol

Hoy escuché en la tele que el fútbol supone en España el uno y pico por ciento del PIB. Me da igual. Sólo lo digo por si alguien no lo sabía. Yo no hablaré de eso.
Hablaré de las emociones que realmente se esconden tras el deporte rey (rey aquí, en otros países no pasa de infante o mismo lacayo). Pero en este país sí está justificado el título, y no por la mierda de liga que tenemos en que exactamente el noventa por ciento de los equipos luchan por ser terceros mientras el diez por ciento restante les caga por encima. Me refiero a que mueve masas como nada, jamás, sea lo que sea, SEA LO QUE SEA, conseguiría. A mí esta vez me tocó la parte buena; ser uno de los miles de entregados a la alegría fácil, las canciones insubstanciales y la borrachera porque sí. El Dépor ascendió y ahí estaba yo.
Cuántos disgustos me he llevado este y otros años… Los he analizado, los disgustos, y he concluido que son cosa que tienen su pico en cuanto el árbitro pita el final del partido que acabas de perder. Luego se mantiene unas horas, por la noche, y los días siguientes ni lees periódicos, ni pones la tele ni la radio, no sea que te recuerden que estás jodido. Al tercer o cuarto día estás mejor y hasta dispuesto a dar una siguiente oportunidad. Con las victorias pasa algo parecido. El clímax sucede con el pitido final y después el efecto se va amortiguando hasta que simplemente está asimilado y si te preguntan dices: sí, claro, ¿cómo no voy a estar contento?
Pero he querido saber qué hay detrás en realidad.
Es algo que se nota especialmente en casos como el mío, cuando a ciento cincuenta kilómetros al sur existe gente deseando mi fracaso (o mi muerte, me atrevería a decir). Perder significa una cosa: exponerte a la humillación de tu rival. No tu rival en el campo, eso no es para tanto. Exponerte a que el amigote de turno, el colega del gimnasio o cualquier otro imbécil te señale con el dedo y tú tengas que agachar las orejas y decir sí, bwana. Y peor puede ser que no lo haga, que aparente elegancia y saber ganar, porque entonces intuyes que por dentro se está riendo de ti y eso te pone enfermo. Por esto nos jode la derrota. Es una derrota personal. Una cuestión de orgullo tocado. Tocadísimo. De buena gana asesinarías y torturarías y destrozarías todo lo que encuentras a tu paso.
Ganando pasa algo parecido. Puedes ser sincero y reírte del otro o puedes callarte y aparentar elegancia. Es lo mismo. Lo que cuenta es tu superioridad de macho alfa, tu felicidad en potencia con la que puedes jugar y de la que el otro no dispone porque tú (sin ningún mérito por tu parte), le has ganado. Has pasado por encima y puedes pavonearte. Realmente no te importa el trofeo, el ascenso o la salvación. Has ganado la batalla contra… en el fondo, contra ti mismo. Ya puedes respirar tranquilo.
Como ya dije en otra entrada de blog, somos una especie la mar de divertida.
Y ahora, se supone que a seguir disfrutando de mis éxitos.

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