25 may 2012

Un buen olor

Harry y Jason trabajaban bajo un sol infernal. Eran los jardineros en el chalé de los Morrison, un matrimonio joven cubierto de oro gracias a un par de buenos pelotazos.
Harry podaba los rosales. Para eso tenía que encorvarse y esquivar las espinas, luego calcular el punto exacto donde cortar, sujetar bien la rama, dar el corte y regresar a la posición inicial esquivando otra vez las espinas. Odiaba podar los rosales.
—Hasta los cojones estoy –dijo en alto.
—Paciencia, viejo –le contestó Jason.
Jason llevaba poco tiempo trabajando con Harry, y otro tanto como jardinero. Echaba abono a las camelias, orquídeas, tulipanes, escalonias, magnolios, hortensias, geranios, jazmines, narcisos. Parecía en medio de la selva tropical y debía echar la cantidad justa a cada planta, pero prefería su trabajo y no el de Harry.
—¿A ti cómo te va, Jasy?
—Esto es un puto trabajo de chinos.
—¿Me lo cambias?
—Ni lo sueñes, viejo.
—Yo sé lo que nos hacía falta –Harry se incorporó y se estiró en un gesto de dolor en los lumbares. Luego caminó dos pasos hasta la garrafa de agua de la que bebió un buen sorbo–. Créeme, Jasy, sé lo que nos vendría de puta madre.
—No sé, Harry, quizá nos vendría de puta madre acabar con la parejita y quedarnos con esta choza. ¿A eso te refieres?
—Yo no apunto tan alto. Me refiero a otra cosa.
—Explícate entonces.
—Creo que no hará falta. Mira.
El portalón automático de la entrada hizo ruido. Luego se abrió unos centímetros, lo justo para que entrase la señora Morrison, y se volvió a cerrar. La señora Morrison venía de hacer footing, puntual como un clavo, igual que todos los días. Hizo unos pequeños estiramientos y caminó lentamente en un pequeño espacio, primero en un sentido, luego en otro, mirando al suelo. Tomó aire, estiró otro poco, cogió una toalla del tendedero, se secó y anduvo junto al lateral de la casa hasta encontrarse en el porche desde el que acceder al interior.
—Buenos días, chicos –dijo.
—Buenos días, señora Morrison –dijo Harry.
—Buenos días, señora Morrison –dijo Jason.
—Hace un calor insoportable hoy, ¿no os parece?
—Desde luego, señora –dijo Harry.
Si quiere pasar calor haga nuestro trabajo, pensó Jason.
Trabajaban los dos a pleno rendimiento en presencia de la señora, que apoyó los gemelos de una pierna contra una columna, y después los de la otra pierna.
—Chicos –cambió de postura, llevándose ahora un pie al trasero y sujetándolo con una mano–. No hace falta que os esforcéis tanto. Esto es un jardín, no es una producción en cadena, no pasa nada porque os lo toméis con calma.
—Es nuestro trabajo, señora. Para esto nos pagan –dijo Harry.
—Pero no me gusta que os expongáis tanto. Este sol puede resultar muy dañino, ¿sabéis?
—Lo soportaremos, pero gracias por preocuparse.
—Eso no es suficiente, Harry. Quiero que os lo toméis con más calma.
—Pero el trabajo hay que hacerlo.
—Sí, pero ¿por qué no hacéis un descanso y os tomáis unas cervezas?
—No debemos beber en horario de trabajo, señora.
—Pero yo os estoy invitando. Vamos, tomaos un descanso y bebeos unas cervezas. Os sentará bien.
La señora Morrison se sentó en el suelo, allí, en el porche, cogiendo con las manos la punta de los pies. Harry y Jason seguían a pleno rendimiento, podando rosales y abonando la selva tropical. Se miraron de reojo pero ninguno abrió la boca.
—Chicos –dijo la señora Morrison–. Me voy dentro a tomarme un zumo. Estoy agotada. Insisto en que hagáis una pequeña pausa y os toméis unas cervezas. Harry, entra tú mismo a la nevera y ofrécele a Jason. Os vendrá bien.
—No es necesario…
—¡Sí lo es! Estaré dentro. Tú entra cuando quieras y sírvete tú mismo. Prométemelo.
—Señora…
—¡Prométemelo!
—Está bien, señora Morrison, prometido –hizo Harry un gesto reverencial–. Enseguida hacemos un descanso y nos tomamos unas cervezas.
La señora Morrison deslizó su cuerpo al interior del chalé. En cuanto se perdió de vista Harry y Jason echaron a reír.
—A eso me refería, Jasy. A eso exactamente. Ahora que el maridito está de viaje, ¿qué te parecería si entrásemos ahí dentro y le diésemos a esa su merecido, eh? Primero yo y después tú, bum, bum, bum. No me digas que no era lo que nos hacía falta.
—Ya lo creo –resopló Harry–. Un polvo con esa hembra bien se merece esta jodienda.
—¡Exacto! Jodienda por jodienda. Ojo por ojo. ¿No lo decía la Biblia?
—Algo así, viejo.
—Oh, sí, entrar ahí… mientras se quita la ropa para darse un buen baño. Y entonces sorprenderla y empezar a sobarla. Seguro que no dice ni mu y se pone toda cachonda… al momento ella misma estaría bajándome estos pantalones.
—Seguro que querría que la tocásemos con guantes y todo.
—¡Seguro!
—Oye, Harry.
—¿Sí?
—¿Por qué no vas a por esas cervezas? La señora ha insistido mucho.
—Ah, sí, las cervezas, claro. Luego seguimos hablando, Jasy.
Harry dejó en una mesa las tijeras, los guantes y la gorra. Se restregó las botas en una pequeña alfombra junto a la puerta y entró.
La cocina estaba abierta. Harry se sentía como un perro en medio del pasillo al que no le permiten entrar en casa. Con el rabo entre las piernas, pero deseoso de conocer un poco más. Dio unos pasos hacia el interior de la cocina. Vio una encimera, la vitrocerámica con la campana de extracción y la nevera. Cosas típicas pero de buena calidad. Avanzó y pudo ver toda la cocina. La señora Morrison estaba allí, silenciosa; podía verla sólo de cintura para arriba, tras otra encimera perpendicular a la pared más larga. Tenía el zumo en una mano y un vaso apoyado en el mueble. Todavía no se había servido.
—Harry –dijo–. Finalmente has entrado.
—Disculpe señora –Harry miró hacia otro lado, como si hubiese cometido un error encontrándosela–. No quería incordiar. Enseguida me voy…
—¡Aguarda! Dime, Harry –la señora Morrison caminó alrededor de la encimera y se situó del mismo lado que Harry, apoyando ahora su trasero en un pequeño saliente de mármol–, ¿cuánto tiempo llevas trabajando para nosotros?
—Hum… deje que piense. A ver… cuatro años. No… cinco. Cuatro y medio exactamente.
—Cuatro años y medio.
—Sí, señora, cuatro años y medio.
—Bien, ¿y no te parece tiempo suficiente?
—¿Suficiente para qué?
La señora Morrison sudaba. Había sudor azul oscuro sobre su camiseta ajustada azul clara, sudor gris oscuro sobre sus mallas grises y sudor sobre su cara pálida ligeramente enrojecida por el sol y el footing. Se sacudió la camiseta adelante y atrás para que le entrase un poco de aire fresco y después le contestó a Harry:
—Suficiente para que puedas entrar en casa cuando quieras.
—Pero…
—Ni pero ni nada, Harry. Hace un calor de mil demonios. Os vais a asar ahí fuera. Debería salir de ti mismo entrar aquí y cogerte unas cervezas.
—Se lo agradezco.
—Ya sabes –se sacudió la camiseta otra vez y resopló profundamente–. A partir de ahora entras cuando quieras.
—Entendido, señora.
—Y ahora abre la nevera, coge esas cervezas y llévale una a Jason. Te estará esperando.
—Le estoy muy agradecido, señora. Jason y yo lo estamos.
Harry abrió cuidadosamente la nevera. Las cervezas estaban tras una fiambrera y una bolsa con tomates dentro. Evidentemente ni la señora Morrison ni su marido bebían demasiado. Cogió dos botellas y cerró la nevera. Cuando se giró la señora Morrison se había dado la vuelta. Se había servido un vaso enorme de zumo de naranja y bebía como si fuera la última vez.
—Hasta luego, señora Morrison. Y gracias –dijo Harry, echando a caminar nuevamente hacia la salida.
La señora Morrison siguió bebiendo y dijo adiós con la mano que tenía libre.
Fuera, en el porche, Jason esperaba impaciente su cerveza. Sonrió con satisfacción cuando Harry le dio una botella bien fresca por la que caían miles de gotitas de condensación.
—Aleluya, viejo.
—No creo que haya tardado tanto.
—Yo ya pensaba que habías entrado en su cuarto de baño… ya sabes.
—Oh, no –dieron los dos un trago al mismo tiempo–. Aunque ha valido la pena entrar ahí.
—¿Ah sí? Viejo, ¿no será una de tus películas?
—Acompáñame. Aquí, un poco más lejos de la puerta.
Harry agarró a Jason del brazo y lo condujo a una esquina lejos de puertas y ventanas.
—Ante todo, discreción –dijo Harry–, y hablemos en bajo que esto nos puede costar el pellejo.
—¡Habla!
—Sí, sí, ya voy. El caso es que entré en la cocina…
—Sí…
—Entré en la cocina y allí estaba ella.
—¿Desnuda?
—¡No, hostia! Esto no es una peli porno. Allí estaba ella, con un zumo en la mano, sudando como un cerdo.
—Y te dijo algo…
—Sí, bueno, siguió con las bobadas de que entrase en casa cuando quisiera, que íbamos a palmarla del calor y todo eso. Pero lo que dijo no es lo importante.
—¿Entonces?
—Como te digo, estaba sudando como un cerdo. ¿Te fijaste en la camiseta? Yo también. Bien, pues pude ver que le sudaban sobre todo los pezones.
­—Eso es normal. A todas les pasa.
—Ya, ya, pero le sudaba también entre las piernas. Tenía enormes marcas de sudor que le trasparentaban las tetas y la entrepierna. Te juro que casi se me pone dura.
—Pensarás en ella esta noche cuando abraces los noventa kilos de tu Tanya.
—¡Cállate! Que aún hay más.
—Te escucho.
—Estaba hablándome cuando empezó a sacudirse la camiseta y resoplar.
—¿Jadeaba?
—Más o menos. Ese ruido te juro que bastaría para correrme.
—Eres un enfermo, ¿sabes?
—Tenías que haberla visto sacudiendo la camiseta. Si la vieses ya hablaríamos. Pero aún hay más…
—Adelante. Me está sabiendo cojonuda esta cerveza.
—Y a mí. Luego abrí la nevera y cogí las cervezas. Cuando me volví estaba de espaldas.
—El culo…
—Exacto. Pude ver su culo respingón, redondito y perfecto. Tenía sudor ¡en forma de tanga! Para volverse loco. Le sudaba también detrás del pelo cuando se lo apartó. No sabes lo que me hubiera gustado… Imagínatelo, un culo redondo perfecto con sudor en forma de tanga.
—Maravilloso.
—¡Sí! No sabes cuánto daría por agarrarla allí mismo y empotrarla contra la encimera. Jasy, no sabes lo que debe ser meterla en un sitio tan húmedo y resbaladizo, ¡no lo sabes!
—Definitivamente enfermo. Deberías hablar con Tanya.
—Tenías que verla, Jasy. Lo que sería bajarle esos pantalones sudados, apartar el tanga sudado a un lado y envestir.
Harry negó resignado e hizo una pausa en que ambos bebieron nuevamente al unísono.
—¿Y sabes lo mejor? —dijo Harry.
—¿Todavía queda algo más?
—Sólo una cosa.
—Sorpréndeme.
—Es lo mejor… que con tanto sudor, tanto resoplido, tanta sacudida…
—Sí.
—Con tanto meneo pude sentirlo bien adentro.
—¿Sentir el qué?
—Algo maravilloso, Jason Franklin.
—Tú dirás.
—Me llegó bien adentro, hasta las mismísimas entrañas, algo que no se me olvidará en toda mi jodida vida.
—¡Vamos!
—Muy sencillo, Jasy: un tremendo olor a coño.
Hubo un silencio.
Harry y Jason apuraron los últimos tragos de cerveza mirando al suelo. Luego Jason trató de levantar la vista pero no pudo por el sol cegador. Harry echó un vistazo a los rosales y le dio una palmadita en la espalda a su compañero. Todavía les quedaban unas cuantas horas de trabajo y el sol seguiría quemando.

1 comentario:

  1. Un calor sofocante, una hembra estimulante, una mente lasciva y un olfato canino. Cuatro pilares para un original y divertido relato.

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