29 jun 2012

El hombre maravilloso

Era jueves al mediodía y, por no perder costumbre, Olga se sentaba junto a la ventana de la cocina, mirando algo en el jardín de enfrente. Mientras, Martina destrozaba una muñeca en el hueco libre de la mesa donde estaban ya puestos los cubiertos para la comida.
La niña hizo una pausa para fijarse en su madre:
—¿Qué miras? –preguntó– ¿Si viene papá?
—Sí, claro –se giró Olga, soltando la esquinita de la cortina que sujetaba con una mano–. A ver si viene papá.
Mentía. Sus ojos estaban clavados en Héctor, el nuevo barrendero que cada lunes y jueves deleitaba a las hembras del vecindario con su sola presencia.
—Hace mucho sol –dijo Martina.
—Sí, mucho.
—Pienso estar toda la tarde en la calle, ¿puedo?
—Depende de lo bien que comas.
—¿Qué hay?
—Pescado, ¿no te huele?
—Buag…
Claro que hacía sol, pensó Olga. Un sol bendito con el que Héctor vestía una camiseta ajustada blanca de la que emergían unos músculos imponentes de un hombre de treinta y pocos. Además se reflejaba el sudor sobre su barba de tres días y cada poco bebía agua de una botella y se echaba un poco por el pelo y la cara.
—Tarda mucho papá, ¿verdad? –dijo Martina.
—Papá tiene mucho trabajo.
Sí, papá tenía mucho trabajo. Desde hacía años tenía mucho trabajo. Había pasado de ser su marido a ser sólo el hombre que cada mañana vestía su traje, regresaba cuando quería y eso sí, ingresaba en la cuenta común una buena cantidad a fin de mes.
—Pues no me gusta –dijo Martina.
—¿Qué no te gusta?
—Que pase tan poco tiempo con nosotras dos.
—¿Qué se le va a hacer?
Martina se levantó y se acercó a su madre. Esta le sonrió. Sabía lo que su hija haría a continuación. Lo hacía cada día desde que le dio la noticia hacía un mes. Se puso a un lado y acarició suavemente la barriga de Olga. Pero esta vez habló:
—Bueno –dijo Martina–, con nosotras tres.
—¿Nosotras?
—Sí. Nosotras. Estoy segura de que será una hermanita y papá debería pasar más tiempo cuidándonos.
Olga volvió a sonreír y de nuevo observó a Héctor. Estaba formando el último montón de hojas que se acumulaban junto a la carretera. Pronto se iría. Una pena para ella y para muchas vecinas que sabía de buena tinta se escondían también para espiarle.
Mirándole pensó en la pasión. En la pasión que hacía tiempo se había omitido en su vida. Ya no era mujer. Sólo era “esposa de…”. Muy triste. Segura estaba de que su marido se había buscado una amante en la oficina o en uno de sus viajes de fin de semana.
—¿De verdad os queréis papá y tú? –preguntó Martina, que había vuelto a la mesa.
—Pues claro. ¿Por qué lo preguntas?
Martina tardó en contestar. Parecía empeñada en arrancar de cuajo la cabeza de su muñeca. Habló sin levantar la mirada:
—¿Y por qué quieres a papá?
—¿Que por qué le quiero? –Olga miró con ternura a Martina y tragó saliva en búsqueda de una sinceridad inexistente– Le quiero porque tu padre es un hombre maravilloso.
Pero lo dijo sin soltar la esquinita de la cortina. Allí fuera seguía el verdadero hombre maravilloso. Y pasional. Ya lo creo que pasional, pensó.
Entonces ella misma acarició su barriga.
Ocurrió dos meses antes, cuando Héctor apenas llevaba una semana en su puesto. Le vio agotado en un banco mientras ella bajaba la basura. Se saludaron y no dudó en invitarle a tomar un refresco. Con su marido de viaje y Martina en un campamento podía vengarse del fantasma de su vida lamentable. Podía ser mujer de nuevo. Y claro que lo fue. Entraron en casa y no pasaron más de dos minutos cuando estaban desnudos y en la cama. Héctor la tomó como nadie lo había hecho en sus treinta y nueve años de vida. Y ahora llevaba en su vientre el fruto de aquel encuentro mágico.
Desde luego Héctor no lo sabía. Su marido tampoco lo sospechaba: con un polvo aburrido cada quince días las cuentas podrían cuadrar perfectamente para que él fuese el padre. Uno cada quince días… apañado estaba si creía que ella se conformaría con eso. Y con vivir esa mierda de vida. Lo mínimo que necesitaba era un Héctor de vez en cuando.
—Ahí viene papá –dijo Olga.
—Por fin –Martina se levantó y fue a comprobarlo a la ventana.
Ambas vieron el Mercedes negro aparcando en la acera. Un hombre trajeado se bajó después por la puerta del conductor y saludó al barrendero que trabajaba a escasos metros del coche.
Olga le ordenó a Martina que se lavase las manos mientras ella sacaba del horno la comida que llevaba ya tiempo preparada.

2 comentarios:

  1. Muy buen relato sobre la soledad y las carencias afectivas. Me ha gustado mucho Alex.

    Saludos.

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  2. Hola Alex!!! Te he seguido los pasos desde mi blog. Y muy buena sorpresa me llevé! Lograste un relato muy fresco y profundo. El ritmo es bien sostenido, el diálogo coloquial está muy bien logrado y las situaciones densas que esconde el texto es muy interesante. Un placer leerte! Te dejo un saludo desde Buenos Aires!

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