Érase
un hombre y su pene gigante. Un pene ostensible y venoso que alcanzaba la palma
y media de largo y gordo como pata de borrego, escudado por dos testículos
orondos y macizos que al rozar sonaban a repiqueteo de campana.
Pronto
la majestuosidad de su miembro le granjeó al portador fama y renombre, y ya de
joven se le sucedieron lisonjas, motes y, por supuesto, amantes. Las muchachas
de los alrededores escuchaban historias, a veces reales, a veces exageradas,
acerca del indiscutible poder de aquel miembro erecto, y enardecían en sus
entrañas y hasta enloquecían, buscándose luego una buena excusa en una feria,
una verbena o un ágape en el pueblo del hombre para acercársele y yacer con él
y llevarse de vuelta, sin duda, la experiencia más extraordinaria que su vida
pudiera conferirles.
Tal era
el vocerío y el clamor popular que cuando el hombre sobrepasó la treintena, las
autoridades claudicaron ante aquel semidios de encomiable entrepierna y le
coronaron Rey de todas las comarcas, con todos los honores que semejante puesto
conllevaba: castillo, servicio, guardia real y tributos de todo tipo,
materiales y personales; normalmente en forma de doncellas que, si ya de por sí
se sentían atraídas por el tamaño del pene, el acicate de la corona sobre la
cabeza del hombre que lo portaba terminaba por convencer incluso a las más
reticentes.
Pasaron
los años y hubo grandes períodos de paz. El Rey Pene guio a su pueblo por la
senda del bien, y a cambio los pueblerinos le juraron fidelidad eterna y los
orfebres le fabricaron una corona de oro y diamantes para la cabeza de abajo.
Cada año, coincidiendo con el aniversario de su coronación, el Rey Pene
comparecía ante la multitud y, bajados los pantalones, lucía su enorme pene
coronado para regocijo del gentío. Buscaba el Rey una gran erección, hasta el
punto de llegar a palidecer por la ausencia de sangre allén del pene. A eso el
pueblo le llamaba éxtasis.
Pero
había un asunto que preocupaba en la corte. Precisaba el Rey un sucesor,
alguien con un pene similar al suyo que diera continuidad a la estirpe del
bien. Pero no sólo parecía lejano el día del nacimiento del príncipe heredero,
sino que no existía siquiera una candidata a reina y madre. Los más allegados
aseguraban incluso que el Rey era un hombre triste, precisamente por no haber
hallado el amor, mas no comprendían por qué un hombre con semejante poder podía
no encontrarlo entre tantas candidatas dispuestas a entregarle su alma.
El
secreto residía precisamente en el gran poder del Rey Pene. Desde hacía años el
Rey rondaba a una de las sirvientas, una joven dulce y hermosa que había
cautivado no sólo la entrepierna, sino el corazón de quien ostentaba el trono.
Ella, reticente en un primer momento, se dejó conocer y fue entonces cuando
descubrió la verdadera persona del Rey, cayendo igualmente enamorada.
Mantuvieron su amor a través de encuentros secretos de los que nadie en el
castillo llegó a sospechar. Hablaron de bodas, de sucesiones, de los prejuicios
del pueblo si su historia saliese a la luz. Pero no era eso lo que
imposibilitaba el feliz anuncio de la relación. Era algo mucho más sutil, algo
que desdichaba definitivamente al Rey y contra lo que no existía remedio: su
doncella era de vagina minúscula.
Muy divertido Alex!!
ResponderEliminarQué lástima que no encontrara también una vaina a la medida de su amor.