Alguna vez he comentado que tenía la intuición de
que estoy en este mundo para hacer algo importante. Para dejar mi huella.
Resulta paradójico pues que, hace cosa de más de
medio año, y en realidad hasta ahora, me adentrara en el universo de las
oposiciones. Sin embargo, con tanta noticia de mierda llegando a mis ojos y
oídos, no me parece extraño que ahí dentro se haya hostiado con mi, cada vez
–humildemente-, mayor conocimiento de varias de nuestras normas, empezando por
la Constitución. Entonces surgieron las ideas: meras incursiones en lo que a mi
juicio sería un mundo mejor organizado, más sencillo y quizá, eficiente.
Estaba incluso por escribir una especie de tratado
en varias entradas de blog: puede que me hubiese ganado unos cuantos
comentarios positivos.
La cosa comenzaría por preguntarme acerca del
verdadero sentido de las leyes: hasta qué punto pueden contener la voluntad
humana o estar por encima del sentido común. Arbitraría incluso unas cuantas
fórmulas para que, en ciertos casos judiciales, una especie de consejo de
sabios u hombres justos tomasen las decisiones en base a principios de buena fe
y al margen de normas escritas.
Luego la cosa seguiría por la reforma
constitucional. No como algo permanente, sino para convertirla en un paso más
hacia una convivencia donde las normas rellenen las dudas y lagunas del sentido
común, y no al contrario. Entre esos cambios entraba en la desaparición de los
ayuntamientos como órganos políticos, aunque permanecerían, a través del
personal a su servicio, como instrumentos de participación ciudadana. Fuera
también las autonomías; en lugar de ellas, los ciudadanos elegiríamos
directamente –y por supuesto, mediante listas abiertas-, un poder ejecutivo
central y otro regional, definiéndose las regiones buscando el mínimo posible y
eficiente atendiendo a criterios geográficos y económicos. Los candidatos se
presentarían a un puesto concreto: presidente del estado, ministerio de tal,
delegado en tal región, y los más votados ganarían, fueran del partido que
fuesen. Así no les quedarían más cojones que entenderse y ser menos políticos. Estarían a disposición
del votante los méritos y propuestas individuales y por partidos; por internet
y en mítines puntuales, ¿para qué esas tremendas campañas electorales?
El poder
legislativo no existiría como tal. En su lugar unas asambleas regionales y
estatal propondrían actuaciones al ejecutivo y dictaminarían la conveniencia al
interés social de las que éste tomase por iniciativa. Esas asambleas estarían
formadas por personas preparadas, por funcionarios que han ascendido superando
varias pruebas y saben de qué va la cosa,
sin pertenencia a partido político alguno. Su neutralidad aseguraría el
control. Por cierto, mandato periódico y vigilancia de los tribunales, por
supuesto.
Y así más asuntos: modificación de numerosas leyes,
obligación de obtener mayorías cualificadas para ciertos asuntos de estado:
planificación económica, educación, etc., consultas populares para materias de
especial sensibilidad social…
Toda una utopía, vamos.
Pero como digo, toda la plasmación escrita de esas
ideas se ha quedado en estas miserables líneas; nada más. ¿Por qué? Porque un
día me hice una pregunta que me detuvo en el intento: ¿es culpa del sistema o
de las personas? Y entonces volví a pensar en toda la avalancha de noticias
sobre corrupción que vemos a diario, y me dije: un hijoputa sigue siendo un
hijoputa aunque el sistema sea perfecto. Y es cierto que el sistema es muy mejorable,
pero como lastre, le calculo más
porcentaje, en torno al sesenta o setenta por ciento, a las personas que están
detrás; capaces de emponzoñar cualquier terreno fértil por el que pasen; aunque
ese terreno sea el sistema utópico que yo creí vislumbrar.
Por eso, acto seguido me pregunté si valía la pena
ni tan siquiera pensar demasiado en ello. La respuesta, egoísta sin duda, fue
un no rotundo. La vida es demasiado corta como para perderla en batallas que
muy probablemente no acaben en nada, más cuando ni siquiera yo mismo conozco lo
suficientemente al enemigo y desconfío hasta de mi valía. Todos nos creemos
honrados pero habría que estar al otro lado y vernos…
No sé. He decidido que está muy bien tener buenas
ideas y elucubrar un poco sobre ellas, pero en la vida hay cien mil cosas
mejores a las que dedicarse. Por suerte. Aunque sé que si todos fueran como yo
el mundo no avanzaría. Lo siento. Quizá no esté llamado a hacer algo tan
grande. Prefiero escribir.
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