30 mar 2013

Sobre cómo dos ideologías opuestas pueden entenderse para formar una sociedad mejor

Cae la madrugada en el bar de moda y el becario de Intereconomía le come la oreja de lo lindo al jefe; el director-presentador de uno de esos debates-tertulia-quema de brujas que se emite en horario de máxima audiencia. Les llamaré Pipi (de Pipiolo) y M. A. (de macho alfa), porque no es de justicia que revele la identidad de quienes me voy a referir mediante hechos de evidente intromisión en su vida más íntima.
—En serio –dice Pipi–, creí que había derecho de admisión aquí.
—¿Acaso te preocupa?
—No, pero no creo que sea la imagen más deseable para un local que cualquiera pueda entrar.
—Prohibirles la entrada sería injusto, ¿no crees?
M. A. apura su ginebra y mira alrededor. En mala hora se le ha ocurrido invitar al becario a pasárselo bien. Pipi continúa:
—Tiene razón, M. A. Ser rojo está de moda. Dos de ellas hasta van de rojo, ¡que dios las perdone!
A cuatro o cinco mesas de allí, tres reporteras de la Sexta han decidido lucir palmito en una noche loca de Madrid, y nada mejor que aquel bar para emborracharse definitivamente y, ¿por qué no?, cazar un buen hombre que convierta su relación en trending-topic.
—Mírelas –insiste Pipi, medio achispado con su segundo Santa Teresa–, se creen las jefas del puñetero mundo.
—Puede que lo sean…
—¿Qué dice? Si usted y yo sabemos por qué están ahí. ¿Sabe lo que más me jode?
—Sorpréndeme, chaval.
—Que estoy seguro de que ni siquiera piensan así. Es decir, ellas se limitan a llamar a las puertas de esa casa bien cortitas de ropa, con su cara bonita, y allí les preguntan si están dispuestas a realizar una serie de comentarios anticatólicos y antipepé. Y ellas dicen que sí, por supuesto, sin pararse a pensar si tiene el más mínimo sentido lo que sale de sus bocas.
—¿Acaso tú te crees todo lo que dices?
—Al pie de la letra. Usted ¿no?
De otro sorbo M. A. finiquita su combinado y pide otro con un leve ademán al barman. Entonces mira fijamente a Pipi:
—Todavía tienes mucho que aprender, chaval.
—Por supuesto, pero… parece por sus palabras que en nuestra casa se dicen… decimos… cosas que ni siquiera pensamos.
M. A. ríe silenciosamente:
—Una cosa debes saber: ni ellos son tan malos ni nosotros tan buenos.
—Me sorprende usted. Yo entré en esta casa precisamente porque era libre para expresar mis pensamientos, unos pensamientos que, dios mediante, concuerdan, o eso creía, con el de la mayoría de ustedes.
—Bien pensado, pues.
—Sí, pero, ¿entonces…?
—Míralas –interrumpió M. A.–, ¿no están buenísimas?
—¿Perdón? No le comprendo.
—Que las mires, carajo. Tú míralas bien.
Pipi hace caso. Las muchachas hablan ahora con unos chicos de su edad. Beben, ríen y una de ellas baila sensualmente con su afortunado acompañante.
—Ya veo –dice Pipi.
—¿Y qué ves?
—Unas chicas jóvenes y guapas pasándoselo bien.
—Así me gusta. ¿Y qué más?
—No lo sé… es que no puedo quitarme de la cabeza que son lo que son.
—¡Olvídate de eso, carajo!
El barman llega con la nueva copa para M. A. Bebe antes de hablar:
—¿No te las follabas?
—¡C… ccc… cómo! –Pipi se escandaliza.
—¿No les dabas a las tres, eh? ¿No te gustaría follártelas duramente?
—Bueno, no sé… reconozco que están de buen ver pero…
—¿Pero qué? ¿Como trabajan en la Sexta ya no te las quieres follar?
—Creo que no podría. Siento que iría contra mis principios, como si mientras estuviera haciéndolo no pudiera quitarme de la cabeza que votan al soe o a los comunistas.
—Menudo pringao… –susurra M. A.
—¿Cómo dice?
—Nada, nada.
—Ciertamente, M. A., me sorprendería que usted sí quisiera. Un hombre al que siempre he tenido por recto y ejemplar.
—¡Ja!
M.A. parece pensarse lo siguiente que va a decir:
—Fíjate. La morena bajita, ¿la ves?
—Sí, es P. N. –de Pata Negra; un falso apodo por ser igualmente respetuoso con la dama.
—Exacto, P. N. ¿A que está cañón? Lo sé. Pues adivina quién triunfó con ella el viernes pasado –en una pausa Pipi clava la mirada en M. A., incrédulo–. Justo, el menda lerenda. Deja que te cuente: era una noche como esta y yo estaba solo. Entonces nos presentó un conocido común y ambos dijimos que nos sonábamos de la tele y tal y cual. Podrás pensar que era cuestión de ser correcto y mandarla enseguida a paseo, pero… nada de política, ni de estupideces de la televisión. Simplemente hablamos y nos divertimos. Terminamos en el catre, en mi apartamento. Y no veas la tía… menuda diosa. Arriba y abajo, a un lado y a otro, delante y detrás, tú ya me entiendes (o quizá no). Y después de follar, ni una puta palabra de política ni de ideologías estúpidas –M. A. toma aire con otro buen trago–. ¿Qué, no dices nada?
—Me… me he quedado sin palabras. Era lo último que esperaba. Jamás creí que…
—Shhhh… que sigo siendo tu jefe, ¿eh? Pero quiero que aprendas una cosa, chaval.
—Ya. Que cuando una tía está buena lo que importa es…
—¡Estoy hablando yo! No es eso. Lo que quiero que aprendas es que las cosas no son para tanto. La firmeza de ideas y la convicción en unos principios están muy bien para salir en la tele. Pero mal te irá si dejas que eso gobierne tu vida. Cuando salgas del estudio dedícate a ser una persona normal; sin tanto extremo. Bebe, come, baila, charla, ríe, folla. Vive un poco, carajo. Te lo dice un viejo zorro.
Pipi no encuentra nada más que decir, fruto de su comprensible desconcierto. El hombre arquetípico, paradigma del saber pensar, saber comportarse y saber comunicar se ha convertido en un mundano viva la vida sin más pretensiones que cualquier ser trivial lejos de ser modelo de nada.
Fija su mirada, que no su pensamiento, en el grupo de muchachas. Siguen a lo suyo, y el tipo bailarín parece que va a pasárselo bien esta noche.
Después de todo puede que M. A. tenga razón. Quizá la vida no sea tan seria como parece.

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