Había bajado, como
cada domingo al caer la noche, al banco del parque, acompañado de un par de
latas de Estrella Galicia, decidido a mirar la vida pasar. Raro es que no pase
una churri que valga la pena y si no, simplemente bebo y dejo que transcurran las
horas. Algo que, bien pensado, puede ser todo un lujo.
Vinieron a parar
al jardincito de enfrente dos perros pequeños, dos perros patada, que ya
conocía aunque nunca llegué a acariciar, mientras sus dueños, un chico y una
chica que apenas se hablaban, esperaban a una distancia prudencial.
Decidí ponerle
voz a aquel mágico encuentro canino. Tato y Pepa, se llamaban.
A veces dejar la
vida pasar no basta:
—¡Hey, estabas
ahí! –Tato se acercó con el rabo erguido.
—¿Acaso ya no te
huelo? –Pepa levantó también el rabo y esperó en tensión.
Tato llegó a su
altura.
—Te voy a oler
el culo –dijo.
—Ni que no
conocieses mi olor.
—Es por no
perder la costumbre.
—Puto enfermo.
—¡Gracias!
Puedes oler tú también.
Pepa cedió tímidamente
y ambos perros formaron un círculo giratorio en busca del trasero ajeno.
—¿Ya? –preguntó
Pepa.
—Oh, sí. Aunque
podría pasarme ahí todo el día.
—¿Corremos un
poco?
—¿Trajiste una
pelota o algo?
—No, pero
encontré una caca de mastín en aquel jardín y nos puede valer.
—¿De mastín? ¡Yo
primero!
Allí se lanzaron
los dos. Tato cogió la mierda pero su dueño se dio cuenta enseguida. Ambos
comprendieron la bronca y regresaron a mi jardín.
—Hijo de puta
–dijo Tato–. Siento que no la probaras.
—Descuida, ya
estuve antes…
—Bueno y ¿qué?
—¿Qué de qué?
—¿Qué hacemos?
—¿Bajaste comida
o algo?
—Nada. Mi dueño
es un rata.
—¿Ni siquiera en
el bolsillo?
—Puede ser. Voy
a olisquear a ver…
Sí, había algo
en el bolsillo del dueño, pero nada que al parecer Tato se mereciese.
—Nada tía
–volvió–, un puto rata como te dije.
—Joder, pues qué
mierda de paseo, y a mí ya me queda poco.
—Se me ocurre
una cosa.
—Sorpréndeme.
—¿Estás en celo?
—Todavía no. Me
queda un mes o así, ¿por?
—No sé, es que
hoy me hueles especialmente bien…
—¿Y?
—No sé. Ambos
nos conocemos y yo llevo mucho tiempo sin… –Tato volvió a olisquear la
entrepierna de Pepa mientras ésta buscaba algo entre la hierba– ya sabes.
—¿Qué insinúas,
cerdo?
—Bueno, creo que
es obvio. No me digas que no te apetece una canita al aire.
—Me ofenden tus
palabras, Tato…
—Vamos –el macho
lamió ahí abajo. Ella se apartó.
—¡Cerdo!
Pepa ladró.
—Está bien, está
bien…
Tato desistió y
olisqueó también la hierba. Luego, por unos segundos les perdí de vista pero me
los volví a encontrar al otro lado de unos arbustos. Sin duda, Tato la había conducido
allí inteligentemente, quizá convenciéndola de que había algo interesante que
oler.
—No sé por qué
estamos aquí –señaló Pepa.
—Mira esto.
—¿Lo qué? –en un
primer momento Pepa no observó nada extraño, pero…– ¡por dios!
—¿Qué te parece,
eh?
—Tato, ¡Tato!
¡Guau, guau!
—Sí, nena –el
macho la tenía trincada por las patas de atrás–. Me ha costado un poco, pero
aquí está mi precioso pito rosa. Largo y duro, ¿qué te parece?
—¡Aparta,
guarro! Te he dicho que no estoy en celo.
—¿Y qué, nena?
Sólo es un poco de bum-bum, ¿qué mal te puede hacer?
—Pues dale
bum-bum al conejo de peluche, ¡guau, guau!
Sus ladridos no
eran muy escandalosos y no alertaron a los dueños.
—¡Tato, Tato!
—Tranquilízate,
¿quieres? Y no te muevas mucho, así no hay quien se concentre.
—Está bien, pero
sólo un momento, ¿eh?
—Sí, nena. Con
un momento será suficiente.
Entonces Tato
estuvo como medio minuto, uno a lo sumo, montándola y culeando adelante y
atrás, primero muy rápido y después más despacio, mientras Pepa permanecía
sumisa y en silencio.
Enseguida se
separaron y acudieron con sus dueños y aquí paz y después gloria. Como si nada
hubiera pasado.
Me terminé mi
cerveza y sonreí. Saqué una conclusión: en la otra vida quiero ser un puto
perro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario