20 mar 2013

Perros

Había bajado, como cada domingo al caer la noche, al banco del parque, acompañado de un par de latas de Estrella Galicia, decidido a mirar la vida pasar. Raro es que no pase una churri que valga la pena y si no, simplemente bebo y dejo que transcurran las horas. Algo que, bien pensado, puede ser todo un lujo.
Vinieron a parar al jardincito de enfrente dos perros pequeños, dos perros patada, que ya conocía aunque nunca llegué a acariciar, mientras sus dueños, un chico y una chica que apenas se hablaban, esperaban a una distancia prudencial.
Decidí ponerle voz a aquel mágico encuentro canino. Tato y Pepa, se llamaban.
A veces dejar la vida pasar no basta:
—¡Hey, estabas ahí! –Tato se acercó con el rabo erguido.
—¿Acaso ya no te huelo? –Pepa levantó también el rabo y esperó en tensión.
Tato llegó a su altura.
—Te voy a oler el culo –dijo.
—Ni que no conocieses mi olor.
—Es por no perder la costumbre.
—Puto enfermo.
—¡Gracias! Puedes oler tú también.
Pepa cedió tímidamente y ambos perros formaron un círculo giratorio en busca del trasero ajeno.
—¿Ya? –preguntó Pepa.
—Oh, sí. Aunque podría pasarme ahí todo el día.
—¿Corremos un poco?
—¿Trajiste una pelota o algo?
—No, pero encontré una caca de mastín en aquel jardín y nos puede valer.
—¿De mastín? ¡Yo primero!
Allí se lanzaron los dos. Tato cogió la mierda pero su dueño se dio cuenta enseguida. Ambos comprendieron la bronca y regresaron a mi jardín.
—Hijo de puta –dijo Tato–. Siento que no la probaras.
—Descuida, ya estuve antes…
—Bueno y ¿qué?
—¿Qué de qué?
—¿Qué hacemos?
—¿Bajaste comida o algo?
—Nada. Mi dueño es un rata.
—¿Ni siquiera en el bolsillo?
—Puede ser. Voy a olisquear a ver…
Sí, había algo en el bolsillo del dueño, pero nada que al parecer Tato se mereciese.
—Nada tía –volvió–, un puto rata como te dije.
—Joder, pues qué mierda de paseo, y a mí ya me queda poco.
—Se me ocurre una cosa.
—Sorpréndeme.
—¿Estás en celo?
—Todavía no. Me queda un mes o así, ¿por?
—No sé, es que hoy me hueles especialmente bien…
—¿Y?
—No sé. Ambos nos conocemos y yo llevo mucho tiempo sin… –Tato volvió a olisquear la entrepierna de Pepa mientras ésta buscaba algo entre la hierba– ya sabes.
—¿Qué insinúas, cerdo?
—Bueno, creo que es obvio. No me digas que no te apetece una canita al aire.
—Me ofenden tus palabras, Tato…
—Vamos –el macho lamió ahí abajo. Ella se apartó.
—¡Cerdo!
Pepa ladró.
—Está bien, está bien…
Tato desistió y olisqueó también la hierba. Luego, por unos segundos les perdí de vista pero me los volví a encontrar al otro lado de unos arbustos. Sin duda, Tato la había conducido allí inteligentemente, quizá convenciéndola de que había algo interesante que oler.
—No sé por qué estamos aquí –señaló Pepa.
—Mira esto.
—¿Lo qué? –en un primer momento Pepa no observó nada extraño, pero…– ¡por dios!
—¿Qué te parece, eh?
—Tato, ¡Tato! ¡Guau, guau!
—Sí, nena –el macho la tenía trincada por las patas de atrás–. Me ha costado un poco, pero aquí está mi precioso pito rosa. Largo y duro, ¿qué te parece?
—¡Aparta, guarro! Te he dicho que no estoy en celo.
—¿Y qué, nena? Sólo es un poco de bum-bum, ¿qué mal te puede hacer?
—Pues dale bum-bum al conejo de peluche, ¡guau, guau!
Sus ladridos no eran muy escandalosos y no alertaron a los dueños.
—¡Tato, Tato!
—Tranquilízate, ¿quieres? Y no te muevas mucho, así no hay quien se concentre.
—Está bien, pero sólo un momento, ¿eh?
—Sí, nena. Con un momento será suficiente.
Entonces Tato estuvo como medio minuto, uno a lo sumo, montándola y culeando adelante y atrás, primero muy rápido y después más despacio, mientras Pepa permanecía sumisa y en silencio.
Enseguida se separaron y acudieron con sus dueños y aquí paz y después gloria. Como si nada hubiera pasado.
Me terminé mi cerveza y sonreí. Saqué una conclusión: en la otra vida quiero ser un puto perro.

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