Cae
la madrugada en el bar de moda y el becario de Intereconomía le come la oreja
de lo lindo al jefe; el director-presentador de uno de esos
debates-tertulia-quema de brujas que se emite en horario de máxima audiencia.
Les llamaré Pipi (de Pipiolo) y M. A. (de macho alfa), porque no es de justicia
que revele la identidad de quienes me voy a referir mediante hechos de evidente
intromisión en su vida más íntima.
—En
serio –dice Pipi–, creí que había derecho de admisión aquí.
—¿Acaso
te preocupa?
—No,
pero no creo que sea la imagen más deseable para un local que cualquiera pueda entrar.
—Prohibirles
la entrada sería injusto, ¿no crees?
M.
A. apura su ginebra y mira alrededor. En mala hora se le ha ocurrido invitar al
becario a pasárselo bien. Pipi continúa:
—Tiene
razón, M. A. Ser rojo está de moda. Dos de ellas hasta van de rojo, ¡que dios
las perdone!
A
cuatro o cinco mesas de allí, tres reporteras de la Sexta han decidido lucir
palmito en una noche loca de Madrid, y nada mejor que aquel bar para
emborracharse definitivamente y, ¿por qué no?, cazar un buen hombre que
convierta su relación en trending-topic.
—Mírelas
–insiste Pipi, medio achispado con su segundo Santa Teresa–, se creen las jefas
del puñetero mundo.
—Puede
que lo sean…
—¿Qué
dice? Si usted y yo sabemos por qué están ahí. ¿Sabe lo que más me jode?
—Sorpréndeme,
chaval.
—Que
estoy seguro de que ni siquiera piensan así.
Es decir, ellas se limitan a llamar a las puertas de esa casa bien cortitas de
ropa, con su cara bonita, y allí les preguntan si están dispuestas a realizar
una serie de comentarios anticatólicos y antipepé. Y ellas dicen que sí, por
supuesto, sin pararse a pensar si tiene el más mínimo sentido lo que sale de
sus bocas.
—¿Acaso
tú te crees todo lo que dices?
—Al
pie de la letra. Usted ¿no?
De
otro sorbo M. A. finiquita su combinado y pide otro con un leve ademán al
barman. Entonces mira fijamente a Pipi:
—Todavía
tienes mucho que aprender, chaval.
—Por
supuesto, pero… parece por sus palabras que en nuestra casa se dicen… decimos…
cosas que ni siquiera pensamos.
M.
A. ríe silenciosamente:
—Una
cosa debes saber: ni ellos son tan malos ni nosotros tan buenos.
—Me
sorprende usted. Yo entré en esta casa precisamente porque era libre para
expresar mis pensamientos, unos pensamientos que, dios mediante, concuerdan, o
eso creía, con el de la mayoría de ustedes.
—Bien
pensado, pues.
—Sí,
pero, ¿entonces…?
—Míralas
–interrumpió M. A.–, ¿no están buenísimas?
—¿Perdón?
No le comprendo.
—Que
las mires, carajo. Tú míralas bien.
Pipi
hace caso. Las muchachas hablan ahora con unos chicos de su edad. Beben, ríen y
una de ellas baila sensualmente con su afortunado acompañante.
—Ya
veo –dice Pipi.
—¿Y
qué ves?
—Unas
chicas jóvenes y guapas pasándoselo bien.
—Así
me gusta. ¿Y qué más?
—No
lo sé… es que no puedo quitarme de la cabeza que son lo que son.
—¡Olvídate
de eso, carajo!
El
barman llega con la nueva copa para M. A. Bebe antes de hablar:
—¿No
te las follabas?
—¡C…
ccc… cómo! –Pipi se escandaliza.
—¿No
les dabas a las tres, eh? ¿No te gustaría follártelas duramente?
—Bueno,
no sé… reconozco que están de buen ver pero…
—¿Pero
qué? ¿Como trabajan en la Sexta ya no te las quieres follar?
—Creo
que no podría. Siento que iría contra mis principios, como si mientras
estuviera haciéndolo no pudiera quitarme de la cabeza que votan al soe o a los comunistas.
—Menudo
pringao… –susurra M. A.
—¿Cómo
dice?
—Nada,
nada.
—Ciertamente,
M. A., me sorprendería que usted sí quisiera. Un hombre al que siempre he
tenido por recto y ejemplar.
—¡Ja!
M.A.
parece pensarse lo siguiente que va a decir:
—Fíjate.
La morena bajita, ¿la ves?
—Sí,
es P. N. –de Pata Negra; un falso apodo por ser igualmente respetuoso con la
dama.
—Exacto,
P. N. ¿A que está cañón? Lo sé. Pues adivina quién triunfó con ella el viernes
pasado –en una pausa Pipi clava la mirada en M. A., incrédulo–. Justo, el menda
lerenda. Deja que te cuente: era una noche como esta y yo estaba solo. Entonces
nos presentó un conocido común y ambos dijimos que nos sonábamos de la tele y
tal y cual. Podrás pensar que era cuestión de ser correcto y mandarla enseguida
a paseo, pero… nada de política, ni de estupideces de la televisión.
Simplemente hablamos y nos divertimos. Terminamos en el catre, en mi
apartamento. Y no veas la tía… menuda diosa. Arriba y abajo, a un lado y a
otro, delante y detrás, tú ya me entiendes (o quizá no). Y después de follar,
ni una puta palabra de política ni de ideologías estúpidas –M. A. toma aire con
otro buen trago–. ¿Qué, no dices nada?
—Me…
me he quedado sin palabras. Era lo último que esperaba. Jamás creí que…
—Shhhh…
que sigo siendo tu jefe, ¿eh? Pero quiero que aprendas una cosa, chaval.
—Ya.
Que cuando una tía está buena lo que importa es…
—¡Estoy
hablando yo! No es eso. Lo que quiero que aprendas es que las cosas no son para
tanto. La firmeza de ideas y la convicción en unos principios están muy bien
para salir en la tele. Pero mal te irá si dejas que eso gobierne tu vida.
Cuando salgas del estudio dedícate a ser una persona normal; sin tanto extremo.
Bebe, come, baila, charla, ríe, folla. Vive un poco, carajo. Te lo dice un
viejo zorro.
Pipi
no encuentra nada más que decir, fruto de su comprensible desconcierto. El
hombre arquetípico, paradigma del saber pensar, saber comportarse y saber
comunicar se ha convertido en un mundano viva
la vida sin más pretensiones que cualquier ser trivial lejos de ser modelo
de nada.
Fija
su mirada, que no su pensamiento, en el grupo de muchachas. Siguen a lo suyo, y
el tipo bailarín parece que va a pasárselo bien esta noche.
Después
de todo puede que M. A. tenga razón. Quizá la vida no sea tan seria como
parece.