2 jul 2014

El meteorito

Le habían bautizado como Elsa. En honor a la difunta esposa de su descubridor.
La cuenta atrás había empezado cinco meses atrás, sin tiempo para reaccionar, cuando la presidenta de Estados Unidos se dirigió entre lágrimas al planeta entero para comunicar el mensaje más terrible: toda la humanidad estaba condenada a la extinción.
El meteorito avanzaba y el caos se apoderó de la sociedad. Economías quebradas, batallas campales, espolios masivos e inútiles intentos de las autoridades por mantener lo que los gobiernos llamaban dignidad del ser humano hasta el último momento.
Antón se enteró de la noticia trabajando, como cada santa mañana desde hacía nueve años, entre las tristes paredes sin iluminación natural de Procesa, una oficina de proyectos que milagrosamente había sobrevivido a la crisis y a la reducción de la mitad de la plantilla. Antón se había librado del despido porque echarlo salía por un ojo de la cara.
Sus compañeros no hablaron de otra cosa durante semanas. Nadie sabía muy bien qué hacer y, quizá por miedo o desconocimiento, todos continuaron su rutina y se unieron a esa corriente de dignidad humana que en un principio tuvo un éxito indudable. Hasta que una noche, mirándose fijamente en el espejo, en medio de la soledad de su minúsculo piso de alquiler, Antón se vio ajado y muerto y devorado por los gusanos y se dijo: ¿a qué cojones esperas?
Puso la televisión. Los canales eran monotemáticos: meteorito, meteorito y meteorito. Apagó de nuevo. Estaba decidido. Esa noche recuperó su libro favorito y leyó quince o veinte páginas antes de quedarse dormido.
No puso el despertador y se levantó a las diez. Encendió el móvil y enseguida recibió la llamada de su jefe. No se molestó en contestar a sus gritos o en recordarle lo infeliz que había sido el noventa por ciento del tiempo pasado bajo sus órdenes. A cambio simplemente le dijo que no volvería al trabajo, que no necesitaba el finiquito y le recomendó a él y a sus compañeros que le imitasen si no querían desperdiciar el poco tiempo que les quedaba.
Luego Antón se vistió de sport y aguardó pacíficamente la cola del banco para retirar sus ahorros. No era mucho pero le bastaba. Regresó a casa, preparó una mochila con equipaje para dos semanas y bajó al garaje. Allí desempolvó la Yamaha de 600 cc que se había comprado el verano anterior y que apenas había usado un par de fines de semana. Se puso el casco, arrancó y echó gasolina antes de coger la autopista. A dos horas circulando a una velocidad legal, su abuelita le esperaba en la aldea. La pobre señora todavía se valía por sí misma pero la muerte progresiva de sus vecinos, compañeros de batalla durante toda una vida, había minado su moral hasta casi convertirla en una vieja amargada y solitaria. No dio crédito cuando su nieto aparcó la moto junto al hórreo, y entre lágrimas y abrazos y besos le preguntó qué hacía allí ahora que el mundo se acababa, desperdiciando su tiempo con una anciana a quien de todas maneras poco ya le quedaba que ver en este mundo.
Regresó Antón a la ciudad después de quince días rodeado de aire puro, animales y buenos y abundantes alimentos. Sobre todo abundantes.
Tuvo la sensación al ver las calles y la gente que el caos había aumentado considerablemente, como si de un arrebato colectivo todo el mundo decidiera romper con su vida. Antón aprovechó y llamó a viejos amigos de su infancia y a sus compinches de los partidos del domingo. Entre cenas y cervezas bromearon sobre eso del fin del mundo y comentaron sus planes para el futuro obligadamente inmediato. En realidad todos, incluido Antón, no temían la muerte sino morir: el dolor, las explosiones, las llamas, la radiación. Una vez cruzada la frontera ya todo daría igual.
Antón se fue gastando el dinero en pequeños lujos que con un poco más de sentido común jamás se permitiría. Restaurantes, libros, discos, un traje italiano, unos buena cámara de fotos y la mayor de sus conquistas: algo que se le resistía por caro y que contemplaba embobado ante el escaparate cada vez que paseaba por la calle Real: un enorme cuadro de una ola gigante rompiendo contra un faro en medio de un grandioso vendaval.
A tres meses del día D, sintió Antón que todavía le faltaba algo y buscó su oportunidad. Aparcó la Yamaha en la entrada del instituto Blanco Amor y esperó a que salieran los profesores. Apenas había alumnos pero allí seguían los docentes. «Claro, la dignidad humana», pensó. Llegaron. Hicieron un pequeño corrillo y se despidieron: cada uno a su coche. Entonces Antón se bajó de la moto y caminó hasta María, la chica que desde hacía años no salía de su cabeza, su conquista imposible, su recuerdo imborrable aun cuando él conoció a otras mujeres y ella se casó con su pareja de toda la vida. No importaba. Ella jamás desaparecería de sus entrañas.
Así que se vieron y se saludaron. Hasta entonces sus conversaciones no habían pasado de triviales pero, en pocos minutos, Antón tomó las riendas de sus palabras y le resumió a María que era la mujer de su vida y pretendía pasar el poco tiempo que le quedaba junto a ella. A cambio recibió primero una mirada incrédula, luego una negación y finalmente un recordatorio de que no tenía ni idea de tales sentimientos y que estaba casada. Pero no era ese un final admisible para Antón, así que sin mediar más palabrería, la asió por la cintura y la besó durante segundos logrando que la resistencia inicial se transformase en docilidad y armonía en los movimientos labiales. Cuando se separaron dijo María que eso había sido una locura pero Antón, antes de besarla de nuevo, le dijo con la mayor seguridad con la que había hablado jamás:
—Locura sería morirme sin tenerte.
Le ofreció un casco y, no sin dudas y sin el apoyo de la mano de Antón que apretaba la suya, María se subió a la Yamaha y ambos desaparecieron en la carretera.
Esa noche Antón escribiría la última página de su diario. Una última frase con la que recogía todas sus sensaciones:
«Elsa: ojalá hubieras venido antes».

4 comentarios:

  1. Genial, Alex.
    Las vivencias de Antón son muy reales, muy creíbles, y el hecho de que se trate de una persona común, como vos y como yo (y no de un político, ni de una estrella de rock o de un astro del deporte...) hace que el texto llegue aún más al lector.
    El final es ideal, sorpresivo. Me encantó.
    ¡Saludos!
    P.D.: ¿ganas de leer uno de meteoritos? Te invito a pasar por aquí, sin apuro de ningún tipo (es uno de los dos únicos cuentos de ciencia ficción que tengo escritos): http://thejuanitosblog.blogspot.com.ar/2013/06/tres-pelotitas-de-ping-pong-y-una-de.html

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  2. Bueno, le faltó el toque grotesco que sueles darle a tus textos, saludos :D Buena semana

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  3. Me he quedado embobado leyendo este relato. Ha sido como una pequeña película (o sea, un corto) en mi cabeza. Casi me ha emocionado, por un momento me he sentido Antón tratando de recuperar el tiempo perdido. Nuevamente he reflexionado sobre la necesidad de un revulsivo para que la población mundial despierte. Estamos idiotizados, preocupándonos por cosas cuya importancia cada vez nos atañe menos y desperdiciando nuestras vidas. Creo que Antón se dio cuenta de ello y por eso la frase final de su diario.
    Te felicito porque cada vez que te leo me sorprendes de una forma u otra y la sensibilidad que has mostrado en esta historia me reafirma en la idea de que eres un escritor polifacético capaz de abordar la escritura desde distintos prismas y estilos. Me pregunto qué serías capaz de hacer si te decidieses a escribir una novela.

    P.D: A ver si me pongo al día contigo, que últimamente has publicado un montón y me ha pillado un poco despistado.

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    1. Muchas gracias Mr. M. Sabes que el respeto y la admiración es mutua. Y sobre la novela todo se andará, jejeje.

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