Le habían bautizado como Elsa. En honor a la difunta esposa de su
descubridor.
La cuenta atrás había empezado cinco meses atrás, sin tiempo para
reaccionar, cuando la presidenta de Estados Unidos se dirigió entre lágrimas al
planeta entero para comunicar el mensaje más terrible: toda la humanidad estaba
condenada a la extinción.
El meteorito avanzaba y el caos se apoderó de la sociedad.
Economías quebradas, batallas campales, espolios masivos e inútiles intentos de
las autoridades por mantener lo que los gobiernos llamaban dignidad del ser humano hasta el último momento.
Antón se enteró de la noticia trabajando, como cada santa mañana
desde hacía nueve años, entre las tristes paredes sin iluminación natural de Procesa, una oficina de proyectos que
milagrosamente había sobrevivido a la crisis y a la reducción de la mitad de la
plantilla. Antón se había librado del despido porque echarlo salía por un ojo
de la cara.
Sus compañeros no hablaron de otra cosa durante semanas. Nadie
sabía muy bien qué hacer y, quizá por miedo o desconocimiento, todos
continuaron su rutina y se unieron a esa corriente de dignidad humana que en un principio tuvo un éxito indudable. Hasta
que una noche, mirándose fijamente en el espejo, en medio de la soledad de su
minúsculo piso de alquiler, Antón se vio ajado y muerto y devorado por los
gusanos y se dijo: ¿a qué cojones esperas?
Puso la televisión. Los canales eran monotemáticos: meteorito,
meteorito y meteorito. Apagó de nuevo. Estaba decidido. Esa noche recuperó su
libro favorito y leyó quince o veinte páginas antes de quedarse dormido.
No puso el despertador y se levantó a las diez. Encendió el móvil
y enseguida recibió la llamada de su jefe. No se molestó en contestar a sus
gritos o en recordarle lo infeliz que había sido el noventa por ciento del
tiempo pasado bajo sus órdenes. A cambio simplemente le dijo que no volvería al
trabajo, que no necesitaba el finiquito y le recomendó a él y a sus compañeros
que le imitasen si no querían desperdiciar el poco tiempo que les quedaba.
Luego Antón se vistió de sport y aguardó pacíficamente la cola del
banco para retirar sus ahorros. No era mucho pero le bastaba. Regresó a casa,
preparó una mochila con equipaje para dos semanas y bajó al garaje. Allí
desempolvó la Yamaha de 600 cc que se había comprado el verano anterior y que
apenas había usado un par de fines de semana. Se puso el casco, arrancó y echó
gasolina antes de coger la autopista. A dos horas circulando a una velocidad
legal, su abuelita le esperaba en la aldea. La pobre señora todavía se valía
por sí misma pero la muerte progresiva de sus vecinos, compañeros de batalla
durante toda una vida, había minado su moral hasta casi convertirla en una
vieja amargada y solitaria. No dio crédito cuando su nieto aparcó la moto junto
al hórreo, y entre lágrimas y abrazos y besos le preguntó qué hacía allí ahora
que el mundo se acababa, desperdiciando su tiempo con una anciana a quien de
todas maneras poco ya le quedaba que ver en este mundo.
Regresó Antón a la ciudad después de quince días rodeado de aire
puro, animales y buenos y abundantes alimentos. Sobre todo abundantes.
Tuvo la sensación al ver las calles y la gente que el caos había
aumentado considerablemente, como si de un arrebato colectivo todo el mundo
decidiera romper con su vida. Antón aprovechó y llamó a viejos amigos de su
infancia y a sus compinches de los partidos del domingo. Entre cenas y cervezas
bromearon sobre eso del fin del mundo y comentaron sus planes para el futuro
obligadamente inmediato. En realidad todos, incluido Antón, no temían la muerte
sino morir: el dolor, las explosiones, las llamas, la radiación. Una vez
cruzada la frontera ya todo daría igual.
Antón se fue gastando el dinero en pequeños lujos que con un poco
más de sentido común jamás se permitiría. Restaurantes, libros, discos, un
traje italiano, unos buena cámara de fotos y la mayor de sus conquistas: algo
que se le resistía por caro y que contemplaba embobado ante el escaparate cada
vez que paseaba por la calle Real: un enorme cuadro de una ola gigante
rompiendo contra un faro en medio de un grandioso vendaval.
A tres meses del día D, sintió Antón que todavía le faltaba algo y
buscó su oportunidad. Aparcó la Yamaha en la entrada del instituto Blanco Amor y
esperó a que salieran los profesores. Apenas había alumnos pero allí seguían los
docentes. «Claro, la dignidad humana», pensó. Llegaron. Hicieron un pequeño
corrillo y se despidieron: cada uno a su coche. Entonces Antón se bajó de la
moto y caminó hasta María, la chica que desde hacía años no salía de su cabeza,
su conquista imposible, su recuerdo imborrable aun cuando él conoció a otras
mujeres y ella se casó con su pareja de toda la vida. No importaba. Ella jamás
desaparecería de sus entrañas.
Así que se vieron y se saludaron. Hasta entonces sus conversaciones
no habían pasado de triviales pero, en pocos minutos, Antón tomó las riendas de
sus palabras y le resumió a María que era la mujer de su vida y pretendía pasar
el poco tiempo que le quedaba junto a ella. A cambio recibió primero una mirada
incrédula, luego una negación y finalmente un recordatorio de que no tenía ni
idea de tales sentimientos y que estaba casada. Pero no era ese un final
admisible para Antón, así que sin mediar más palabrería, la asió por la cintura
y la besó durante segundos logrando que la resistencia inicial se transformase
en docilidad y armonía en los movimientos labiales. Cuando se separaron dijo
María que eso había sido una locura pero Antón, antes de besarla de nuevo, le
dijo con la mayor seguridad con la que había hablado jamás:
—Locura sería morirme sin tenerte.
Le ofreció un casco y, no sin dudas y sin el apoyo de la mano de
Antón que apretaba la suya, María se subió a la Yamaha y ambos desaparecieron
en la carretera.
Esa noche Antón escribiría la última página de su diario. Una
última frase con la que recogía todas sus sensaciones:
«Elsa: ojalá hubieras venido antes».
Genial, Alex.
ResponderEliminarLas vivencias de Antón son muy reales, muy creíbles, y el hecho de que se trate de una persona común, como vos y como yo (y no de un político, ni de una estrella de rock o de un astro del deporte...) hace que el texto llegue aún más al lector.
El final es ideal, sorpresivo. Me encantó.
¡Saludos!
P.D.: ¿ganas de leer uno de meteoritos? Te invito a pasar por aquí, sin apuro de ningún tipo (es uno de los dos únicos cuentos de ciencia ficción que tengo escritos): http://thejuanitosblog.blogspot.com.ar/2013/06/tres-pelotitas-de-ping-pong-y-una-de.html
Bueno, le faltó el toque grotesco que sueles darle a tus textos, saludos :D Buena semana
ResponderEliminarMe he quedado embobado leyendo este relato. Ha sido como una pequeña película (o sea, un corto) en mi cabeza. Casi me ha emocionado, por un momento me he sentido Antón tratando de recuperar el tiempo perdido. Nuevamente he reflexionado sobre la necesidad de un revulsivo para que la población mundial despierte. Estamos idiotizados, preocupándonos por cosas cuya importancia cada vez nos atañe menos y desperdiciando nuestras vidas. Creo que Antón se dio cuenta de ello y por eso la frase final de su diario.
ResponderEliminarTe felicito porque cada vez que te leo me sorprendes de una forma u otra y la sensibilidad que has mostrado en esta historia me reafirma en la idea de que eres un escritor polifacético capaz de abordar la escritura desde distintos prismas y estilos. Me pregunto qué serías capaz de hacer si te decidieses a escribir una novela.
P.D: A ver si me pongo al día contigo, que últimamente has publicado un montón y me ha pillado un poco despistado.
Muchas gracias Mr. M. Sabes que el respeto y la admiración es mutua. Y sobre la novela todo se andará, jejeje.
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