Se acercaron a menos
de un millón de kilómetros. Las luces de la nave se apagaron. Ya no eran más
que un fantasma surcando el vacío espacial.
El capitán dio la
orden y se activó el inhibidor de radares. El último gran invento para poder
llevar a cabo la misión: la misión más importante en la historia de la especie
y probablemente entre todas las especies del universo.
La velocidad era ahora
menor. Se trataba de posicionarse en el sitio exacto, apretar el botón y
aguardar a que los miles de experimentos realizados en el laboratorio no fueran
una pérdida de tiempo y dinero, mucho dinero.
Estaban en órbita.
Como un satélite más, ahora giraban en armonía con el planeta, en un baile
entre un enano invisible y un gigante inconsciente del baile y de la música.
Pero la música sonaría enseguida. Y sonaría bien fuerte.
Se percibía la tensión
entre la tripulación. Sólo tenían ojos para el planeta que parecía inmóvil tras
el cristal y oídos para el capitán, que no tardó en dar las órdenes oportunas.
Habló a sus soldados,
uno por uno, y estos obedecieron mecánicamente. Tres, dos, uno, fuego: un
destello amarillo salió de la nave a miles de kilómetros por segundo. Un minuto
después voló en millones de pedazos aquel hermoso planeta azul con manchas
marrones y blancas. La especie potencialmente invasora que lo habitaba era ya
historia.
Misión cumplida.
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