Se lanzó desde la terraza de la habitación
doscientos doce. Eran seis metros de altura, insuficientes para morir pero sí
para llevarse una buena hostia. Así se las gastaban los chavales.
Diez minutos antes habían estado bebiendo él y los
colegas. Era el viaje de fin de curso y tras asomarse a la terraza le habían
estado comiendo la cabeza:
—No hay huevos a saltar —le decían.
—¿A que sí? —repetía él.
Espatarrado en el césped junto a la piscina, todos
acudieron a ver qué tal estaba. Probablemente se había roto los dos tobillos,
una tibia y la otra clavícula, pero cuando le rodearon abrió los ojos y entre
terribles gestos de dolor dijo, con una sonrisa forzada:
—¿Veis?
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