1 ago 2014

Dentro del directivo

Me gustaba mucho aquella chica. Muchísimo. No podéis imaginar realmente cuánto.
La veía no más de ocho o diez minutos al día, pero el problema de una imaginación desbordante es que el resto del tiempo construyes un personaje completamente idealizado, un dios bajado a la tierra y que no hace sino incrementar tu fe cuando desvela levísimos detalles de su poder.
La oficina es demasiado grande —en realidad el nuestro es todo un edificio de oficinas—, como para crear cercanía entre personas que físicamente trabajan a cientos de metros de distancia y a varios pisos de altura de diferencia. De poco me servía ser uno de los directivos con mejor sueldo para acercarme a ella. De muy poco.
Solía llegar yo antes y siempre me marchaba más tarde: ¿cómo exigirle a una chica en prácticas que haga más horas? ¿A cuento de qué? Me hubiera encantado empezar la mañana saludándola en su mostrador de la entrada antes de que el público o cualquier otro compañero intercambiase con ella una sola palabra, y en cambio mi furtiva mirada de las siete a su puesto vacío no hacía sino desconcentrarme en las primeras horas.
Luego entre despachos y reuniones su imagen se me venía a la cabeza y buscaba estúpidas excusas para bajar en el ascensor y encontrármela allí, en su sitio, atendiendo dulce y educadamente a los visitantes o tecleando algo en el ordenador, aunque siempre guardaba para un tipo como yo una sonrisa y un hola, inconsciente absolutamente de la vorágine de sensaciones que ese brevísimo intercambio me había provocado. La miraba dos o tres segundos y salía. Lo justo para no ser obsceno o, lo que sería peor, arrogante desde el supuesto pedestal en el que todo un directivo descansaba su trajeado y casi millonario trasero. A veces me permitía un qué tal o un cómo va, y ante su protocolaria respuesta, sentía que la distancia entre los dos lejos de disminuir se hacía infinita.
No sé explicar muy bien qué me atraía de ella. En apariencia era sólo una chica mona y trabajadora. Quizá esa era la clave, que era sólo una chica mona y trabajadora. Cuando uno lleva una vida tan complicada la sencillez es el único complemento posible. La imaginación hace el resto. Busca rasgos físicos indetectables. Crea enigmáticas facetas de una personalidad desconocida. Construye profundos mundos interiores que aseguran una vida en común llena de caminos por descubrir. Manipula al corazón hasta el enamoramiento. Controla el día a día sin otra salida que la desesperación.
Nunca le he confesado siquiera una parte de lo que llevaba dentro. Un hombre no sabe todo lo cobarde que es hasta que se enfrenta a un peligro así. Te sientes tan ridículamente insignificante que te escudas en el ya se pasará para engañarte a ti mismo y creerte que haces lo correcto callando. Y mientras, ella sin hacer nada se descubre ante ti, atrapándote aún más hasta que eres consciente de que no podrás salir de la trampa sino arrojándote al vacío, pero temes el dolor del impacto y te agarras a la suave tortura de vivir al borde, asqueado y conservador, pero hecho trizas por dentro.
La vi por última vez cuando subió a por el finiquito. Su contrato se había terminado y dio las gracias en mi presencia a la jefa de recursos humanos, por la oportunidad y por todos aquellos meses en los que tanto había aprendido. Renovarla no dependía de mí. Mi puesto nada tiene que ver con la entrada y salida de empleados.
Así que dijo adiós a todos los que estábamos allí, dio media vuelta y se perdió tras la puerta. Yo sin embargo no dije nada y ese día se convirtió en uno de los más tristes que recuerdo.
Desde entonces la vida continuaba y aunque nadie lo sospechaba, sentía un vacío enorme en mi interior. El tiempo me ha hecho olvidarla sólo un poco, y el vacío que me dejó no lo podrán llenar ni el trabajo, ni el dinero, ni mi mujer ni mis hijos.

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