Me gustaba mucho
aquella chica. Muchísimo. No podéis imaginar realmente cuánto.
La veía no más de
ocho o diez minutos al día, pero el problema de una imaginación desbordante es
que el resto del tiempo construyes un personaje completamente idealizado, un
dios bajado a la tierra y que no hace sino incrementar tu fe cuando desvela
levísimos detalles de su poder.
La oficina es
demasiado grande —en realidad el nuestro es todo un edificio de oficinas—, como
para crear cercanía entre personas que físicamente trabajan a cientos de metros
de distancia y a varios pisos de altura de diferencia. De poco me servía ser
uno de los directivos con mejor sueldo para acercarme a ella. De muy poco.
Solía llegar yo
antes y siempre me marchaba más tarde: ¿cómo exigirle a una chica en prácticas
que haga más horas? ¿A cuento de qué? Me hubiera encantado empezar la mañana
saludándola en su mostrador de la entrada antes de que el público o cualquier
otro compañero intercambiase con ella una sola palabra, y en cambio mi furtiva
mirada de las siete a su puesto vacío no hacía sino desconcentrarme en las
primeras horas.
Luego entre
despachos y reuniones su imagen se me venía a la cabeza y buscaba estúpidas excusas
para bajar en el ascensor y encontrármela allí, en su sitio, atendiendo dulce y
educadamente a los visitantes o tecleando algo en el ordenador, aunque siempre
guardaba para un tipo como yo una sonrisa y un hola, inconsciente absolutamente
de la vorágine de sensaciones que ese brevísimo intercambio me había provocado.
La miraba dos o tres segundos y salía. Lo justo para no ser obsceno o, lo que
sería peor, arrogante desde el supuesto pedestal en el que todo un directivo
descansaba su trajeado y casi millonario trasero. A veces me permitía un qué tal o un cómo va, y ante su protocolaria respuesta, sentía que la distancia
entre los dos lejos de disminuir se hacía infinita.
No sé explicar muy
bien qué me atraía de ella. En apariencia era sólo una chica mona y
trabajadora. Quizá esa era la clave, que era sólo una chica mona y trabajadora.
Cuando uno lleva una vida tan complicada la sencillez es el único complemento
posible. La imaginación hace el resto. Busca rasgos físicos indetectables. Crea
enigmáticas facetas de una personalidad desconocida. Construye profundos mundos
interiores que aseguran una vida en común llena de caminos por descubrir.
Manipula al corazón hasta el enamoramiento. Controla el día a día sin otra
salida que la desesperación.
Nunca le he
confesado siquiera una parte de lo que llevaba dentro. Un hombre no sabe todo
lo cobarde que es hasta que se enfrenta a un peligro así. Te sientes tan
ridículamente insignificante que te escudas en el ya se pasará para engañarte a ti mismo y creerte que haces lo
correcto callando. Y mientras, ella sin hacer nada se descubre ante ti,
atrapándote aún más hasta que eres consciente de que no podrás salir de la
trampa sino arrojándote al vacío, pero temes el dolor del impacto y te agarras
a la suave tortura de vivir al borde, asqueado y conservador, pero hecho trizas
por dentro.
La vi por última
vez cuando subió a por el finiquito. Su contrato se había terminado y dio las
gracias en mi presencia a la jefa de recursos humanos, por la oportunidad y por
todos aquellos meses en los que tanto había aprendido. Renovarla no dependía de
mí. Mi puesto nada tiene que ver con la entrada y salida de empleados.
Así que dijo adiós
a todos los que estábamos allí, dio media vuelta y se perdió tras la puerta. Yo
sin embargo no dije nada y ese día se convirtió en uno de los más tristes que
recuerdo.
Desde entonces la
vida continuaba y aunque nadie lo sospechaba, sentía un vacío enorme en mi
interior. El tiempo me ha hecho olvidarla sólo un poco, y el vacío que me dejó
no lo podrán llenar ni el trabajo, ni el dinero, ni mi mujer ni mis hijos.
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